Querida familia: espero que por la presente os encontréis bien de salud. Yo, dentro de lo que cabe, aquí estoy bien, relajado, tranquilo, sin los sobresaltos a los que estaba acostumbrado en los últimos tiempos, siempre estresado, angustiado por esto, por lo otro. Ahora tengo tiempo para mí, para pensar, para hacer memoria, para reflexionar sobre lo humano y lo divino.
Desde el otro lado de la valla las cosas se aprecian de otra manera. Aunque no acabe de acostumbrarme a estar aquí, no voy a quejarme. No sería justo.
Como sabéis, me vine por propia voluntad, porque las cosas se estaban poniendo allí muy difíciles. La crisis, la falta de trabajo, mi fracaso personal con aquella mujer, la separación… Me costó mucho trabajo tomar esta decisión. No fue fácil: dejar toda una vida para emprender un camino incierto sin saber lo que te espera al otro lado. Porque se cuentan cosas, pero siempre te queda la duda de si serán o no verdad.
Lo malo de todo esto son los cambios. Acostumbrado a un país donde el bullicio, el hablar alto y la luz son señas de identidad, no me resulta fácil habituarme a vivir en un riguroso silencio y donde la luz se te escatima. Aquí todo es muy tranquilo. Nadie te molesta a horas intempestivas…
Os echo de menos. Aquí me encuentro bastante solo. El lugar donde vivo es pequeño, húmedo, frío, silencioso… Demasiado, tal vez. Lo peor de todo es que no me acostumbro a dormir en un lecho tan duro. No me resulta cómoda la caja de madera donde reposo, ni pasar las veinticuatro horas del día bajo tierra, mientras las bacterias y los gusanos siguen haciendo su trabajo, ajenos a todo.