Tuve en las manos la última novela de Gustave Flaubert: Bouvard y Pécouchet, la historia de un par de idiotas que, después de infinitas vueltas y fracasos, acaban regresando a su mediocre vida de copistas. Son como el Cándido, de Voltaire, y su amigo Panglos, pero sin huerto. Tras cientos de idas y venidas por la desgracia se dan cuenta de que tenían la solución a la puerta de su casa.
De ahí salté al Viaje a Oriente, del mismo autor, y a sus Cartas del Viaje a Oriente, donde va más allá de la literatura de viajes para adentrase en el terreno de lo íntimo, incluso de lo obsceno. Durante su periplo, Flaubert cumplió los treinta años y logró vencer, no sin esfuerzo, su natural tendencia al sedentarismo. Se paseó por el mundo árabe, describió paisajes y figuras y registró costumbres que había observado en Egipto, Palestina, Líbano y las islas griegas. Y después, rien de rien, quietecito en casa, dedicado a escribir catorce horas al día hasta componer su Madame Bovary, Salambó y La educación sentimental, por nombrar alguna de sus obras maestras. Flaubert fue un tipo complejo, tremendamente perfeccionista en lo literario. Y un defensor de la vida llana y sin sobresaltos, algo que consideraba imprescindible para poder crear.
Pero Flaubert, desde el punto de vista de Jean Paul Sartre, fue poco más que un idiota. Así lo describe en El idiota de la familia (1972), donde desvela que el autor de Madame Bovary fue un chaval malcriado, retraído y retrasado en el aprendizaje de la lectura. Por lo visto no aprendió a leer hasta los ocho años, aunque no porque fuera idiota sino porque ya tenía quien leyera por él. «¿Para qué tengo que aprender a leer si me lee el tío Mignot?», contestaba el niño cuando le preguntaban al respecto.
Lo cierto es que Sartre dedicó tres tediosos volúmenes a cavar la fosa de ese idiota que fuera —a sus ojos— Gustave Flaubert. Y se sirvió de dos enterradores de prestigio: Karl Marx y el doctor Freud. En sus escritos, Sartre arremete contra el escritor francés, al que considera epítome de la burguesía del XIX: una categoría ontológica que es, para Sartre, esencialmente culpable. ¿Culpable de qué y ante quien? Culpable de las desigualdades y la corrupción de la sociedad. Culpable ante la Historia por haber propiciado el capitalismo y combatido la revolución.
Los ojos estrábicos de Sartre observaron que Flaubert, como buen burgués, no trabajaba, vivía de sus rentas y de sus novelas. “Yo hago responsable a Flaubert de los crímenes que se cometieron contra los comuneros por no haber escrito una palabra para condenarlos”, escribió del autor de Bouvard y Pécouchet. Extraña responsabilidad la de un hombre condenado a ser libre. En su libro, Sartre desprecia la posición política de Flaubert y su actitud estética, de un perfeccionismo enfermizo.
De la mano de Freud, Sartre analizó la regresión de Flaubert a su infancia a través de ese temperamento enfermizo, así como del asesinato simbólico de su padre —un tipo recto y autoritario— a través de la literatura. «Flaubert representa, para mí, el opuesto exacto de mi propia concepción de la literatura: una falta de compromiso total y la búsqueda de un ideal formal, que no es en absoluto el mío», declaró en una entrevista.
Cuando leo a Flaubert, uno se sumerge en medio de personajes irritantes, con los cuales se está en desacuerdo completo. Ocurre que uno participa de sus sentimientos, y luego, bruscamente esos personajes rechazan nuestra simpatía y nos devuelven a nuestra primera hostilidad. Eso es, decididamente, lo que me ha fascinado de Flaubert lo que me ha vuelto curioso. Resulta evidente que se detesta a sí mismo. Cuando habla de sus principales personajes, lo hace con una horrorosa mezcla de sadismo y masoquismo. Los tortura porque son él mismo, pero también para mostrar que los otros y el mundo lo torturan a él; él los tortura porque ellos no son él que, vicioso y sádico, gusta torturar a los otros. Flaubert comenzó a fascinarme precisamente porque veía en él, en todos sus puntos de vista, lo opuesto de mí mismo. Me preguntaba: “¿cómo es posible un hombre así?«1.
Sin embargo, a despecho del existencialista francés —al fin y al cabo, una pasión inútil—, la obra de Flaubert —su esteticismo, su búsqueda maniática de la palabra exacta— sobrevive a sus cenizas, mientras que la obra de Sartre y la de sus amigos enterradores sufre el cuestionamiento del lugar común. “Quien pierde, gana”, concluyó Flaubert, superando con imaginación y estilo su condición burguesa, su epilepsia y la neurosis regresiva a la que le condenó Freud. Aprender a leer tarde no fue un obstáculo para que, siglo y medio después, aquel «idiota de la familia» se haya convertido en uno de los grandes novelistas del XIX.
«Ser estúpido, egoísta y estar bien de salud —escribió Flaubert—, son las tres condiciones que se requieren para ser feliz. Pero si os falta la primera, estáis perdidos.»
En cada casa un escritor; en cada familia un idiota. Hoy no hace falta moraleja.
1Jean-Paul Sartre: Conversación con la revista New Left Review (Diciembre de 1969).