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Un fotograma de El estrangulador fantasma (1958), de Robert Day, con Boris Karloff metiendo miedo.
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Chistera y crimen son, como sabe todo el mundo, primos hermanos. Por eso en la Inglaterra victoriana vienen y van, como Pedro por su casa, fantasmas, destripadores, sabios locos y hasta estranguladores hemipléjicos como el del filme que quiero recomendarles hoy, The Haunted Strangler (1958), encarnado por Boris Karloff, Santo Patrón del Cine de Miedo.
Conseguir ostentar tal título, que unos consideran gloria y otros encasillamiento, no fue sencillo. Antes y después de que la criatura de Frankenstein le otorgase la inmortalidad, un camino de espinas señaló su devenir en Hollywood. Desde su Inglaterra natal había llegado a América en busca de una fortuna que se mostraba esquiva, no tardando en convertirse en uno más entre la multitud de merodeadores de los grandes estudios, aquellos que cada mañana acudían a sus puertas esperando que la suerte les reclamara para actuar de extras con la esperanza de que algún visionario director supiese adivinar las dotes que atesoraban. Mientras tanto, condenado a comer poco y esperar mucho, Boris no encontró otro modo de ganarse los garbanzos que descargando camiones, intentando memorizar entre sacos, bultos y vértebras doloridas los escasos papeles que de vez en cuando venían a aliviar la ingrata estiba.
Con su propio nombre o, mejor dicho, con el que se bautizase él mismo al llegar a la Tierra Prometida, encarnó algunos personajes que presagiaban el futuro de maquillaje, tiniebla e impostura que le aguardaba. Pintado el rostro y luciendo como gorro una calavera, se le ve haciendo de hechicero de una tribu caníbal en Tarzan and the Golden Lion (1927), producción de Joseph Kennedy, patriarca del venidero clan de políticos y millonarios, y uno de los escasos filmes tarzanescos que contase con la bendición de E. R. Burroughs, el progenitor del Hombre Mono.
Feo, malencarado, inútil para ejercer de galán o comediante, Boris residió años en el Callejón de la Pobreza, allí donde los grandes del cine no osaban poner un pie, entregado por entero al mundo de la serie B y el serial, ese cine por entregas menospreciado por mentes estrechas —la mayoría, para qué vamos a engañarnos—, purgatorio de intérpretes con aspiraciones y paraíso de amantes de emociones baratas. Donde lo mismo le tocaba perecer en King of the Congo (1929) a manos del monstruo custodio de tesoros en una de esas ciudades perdidas tan abundantes en el África de cartón piedra, como encarnarse en malvado beduino, amo de un simio humano de pérfidos instintos, en King of the Wild. Componía ese papel en 1931, el mismo año en que habría de calzarse las botas de cuero y plomo que serían su pasaporte a la redención.
O a la condena, según se mire. Acuérdense de Bela Lugosi, atado al mismo carro, que pasó su vida avinagrado, renegando del género que le daba de comer. A Boris nunca le sucedió lo mismo: bastaba recordar el peso de los sacos para sentirse agradecido a su suerte, por más que nunca lograse salir de criptas, laboratorios, caserones siniestros y caracterizaciones vergonzantes.
Cuando en 1936 el cine de miedo desapareció, hundido en buena parte por la censura británica, Karloff encontró remedio convirtiéndose en chino; con los ojos oblicuos del detective Mr. Wong protagonizó un montón de títulos paupérrimos que, si no son de lo más afinado de su carrera, recrean un estimulante Chinatown de pebeteros humeantes, biombos lacados y asiáticos con coleta capaz de regocijar, y mucho, a cualquier amante del cine como artificio.
Y es que, aunque el terror regresase a las pantallas, mediada la década de los cuarenta Boris ya había iniciado lo que serían más de veinte años de rodada cuesta abajo. Producciones cada vez más austeras y guiones repetitivos hasta la exasperación le obligaron a salir periódicamente de California en busca de lugares donde todavía lo venerasen por lo que había sido, peregrinación alimenticia que le llevó a rodar en Italia, España, México o Inglaterra. Allí le encontramos en 1958 contratado por la modesta Amalgamated Films para que repita una vez más la que fuese su especialidad, transformarse en criatura tenebrosa capaz de despertar tanto terror como conmiseración.
Comienza la acción de The Haunted Strangler con el grato espectáculo de una ejecución, perfecta excusa para salir de casa y acercarse a la prisión de Newgate a celebrar un jolgorio que el director Robert Day muestra en secuencias precisas e implacables. Transcurridos veinte años Karloff, célebre novelista con manía de jubilado ocioso, investiga aquella muerte en el cadalso del llamado Estrangulador de Haymarket convencido de que se colgó, como manda el canon, a un inocente.
Una búsqueda de archivos por aquí, un desenterramiento de cadáver por allá, termina el desdichado por descubrir que el verdadero asesino no fue otro que él mismo, por más que no se acuerde de nada. Es tocar el cuchillo que usaba en sus viejas faenas y transmutarse en un señor feo que no piensa más que en matar coristas de vida alegre una detrás de otra; como el presupuesto no daba para maquillaje, Karloff se vio obligado a hacer muecas convulsas cada vez que se producía su ingreso en el Lado Oscuro.
Gloria pura es en estos filmes ver evolucionar por circunspectos decorados a un montón de personas disfrazadas, cine cien por cien artificial que viene al pelo para contar esta peripecia a lo Jekyll y Hyde de modos sucios y sombríos. Cargada, encima, de vicio, sexo, crimen y con una pizca de aroma sobrenatural. Clasicismo por arrobas, un Blanco y Negro dramático como el de las películas de la Universal, ratas merodeando entre calaveras, ritmo que nunca decae, cámara que sin estridencias sabe colocarse toma a toma en el justo lugar, manicomios de celdas acolchadas y un Karloff en su salsa que hurga en cementerios, viste camisa de fuerza, pone infinidad de caras raras y degüella a troche y moche. Ustedes son seguramente de gustos más exquisitos y sofisticados; yo, por mi parte, vendería mi alma al diablo para que todas las series B fueran como esta.
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