Los viajes de ensueño existen. Y a veces basta con señalar un punto en el mapa y comprar un billete de avión para vivirlo. Así, por ejemplo, una aprende mucho en un discreto viaje a Bután, ese coqueto país incrustado en el Himalaya. Para que se hagan una idea del paraíso que descubrí la primera vez que estuve allí, apenas llevaban dos meses emitiendo por televisión. Les aseguro que viví una auténtica experiencia contemplativa: recuerdo a los butaneses como personas encantadoras, sin dobleces, preocupados únicamente por el día a día. Los paisajes, maravillosos… Háganse a la idea de que más de la mitad del territorio es entorno natural protegido, con flora y fauna de alta montaña, bosque templado y bosque subtropical. ¿Y qué decir de su patrimonio cultural?: sus templos, sus fortalezas monasterio, las estatuas y campanas fundidas en bronce, las máscaras típicas…
A decir verdad, los países no se hacen solos; necesitan un buen líder que sepa encauzarlos. Ya entonces el pequeño Estado era sabiamente gobernado por el rey Dragón IV, quien había implantado la felicidad nacional bruta (FNB) como indicador de la calidad de vida de Bután. Posteriormente y tras más de treinta años de reinado, el rey abdicó generosamente en su hijo, quien ahora está al frente de toda una monarquía parlamentaria. ¿Verdad que es admirable? Una monarquía parlamentaria como la española.
Si tienen, como yo, una agenda tan apretada que les impide escaparse a Bután, siempre podrán hacerse con una linda botellita con aire bien oxigenado del Monasterio Taktsang, por unos míseros miles de dólares. No se sentirán como en el nido del Tigre, como también se conoce al célebre monasterio, pero puede que evoquen los aires de la Transición española. Anden, corran a por una borbona de butano.