Eugenia era nuestra vecina del bajo. Era andaluza, con acento muy marcado. Durante años sirvió como cocinera en casa de unos señores muy importantes, en la parte rica de la ciudad. Como ya estaba jubilada, Eugenia se pasaba media vida en la puerta y la otra media en la ventana.
Por las mañanas barría y fregaba el rellano y, aunque éste era pequeño, la tarea le ocupaba varias horas porque se ponía a charlar con el cartero, con el repartidor del pan, o con cualquiera que subiese o bajase. Sin la voz de Eugenia resonando por el hueco de la escalera, nuestro portal no hubiera sido nuestro portal.
Siempre estaba mirando por la mirilla y cuando bajábamos a hacer los recados, salía y nos hacía entrar en su casa. Nos sentaba en la cocina y nos ponía un trozo de bizcocho y un vaso de refresco de naranja. Ella se quedaba de pie, mirando mientras comíamos. Recuerdo que estaba todo muy limpio. Tenía un perro de porcelana que parecía de verdad, tapetes de croché en los brazos de los sillones, dos jarrones chinos con flores de plástico, una foto en la pared de una pareja antigua, y muchos muñecos dispuestos en hilera en un amplio sofá.
Por la tarde, cuando salíamos a jugar al patio, Eugenia ya estaba en la ventana. Parapetada tras un gran macizo de hortensias, canturreaba en voz bajita o hablaba sola. Luego se animaba y empezaba a regañarnos porque decía que le llenábamos las sábanas de polvo. Siempre acababa insultándonos y llamándonos de todo. Si alguno de los chicos le contestaba, esperaba a tenerle cerca y le tiraba un cubo de agua.
Cuando llegaba mamá, le contábamos que Eugenia nos había dado pan tostado por la mañana, y por la tarde nos había llamado perros judíos. Ella nos escuchaba, pero siempre le restaba importancia: “no le hagáis caso… no es mala mujer”. Yo no entendía esa defensa y me enfadaba mucho, pero mamá insistía: “no se lo tengáis en cuenta…”.
El día que murió Eugenia era sábado y estaba nevando. A todas las vecinas les dio mucha pena y bajaron a su casa a despedirla y a tomarse un café. Por primavera llegaron nuevos inquilinos y sacaron a la calle los sillones, el sofá, los jarrones y una caja con todos los muñecos de Eugenia.
Al hacerme mayor entendí que si la pena es muy grande, puedes acabar hablando sola o lanzando cubos de agua por la ventana.