Coda: hace dos años no había pandemia vírica pero la pandemia lectofóbica (pido disculpas por la frivolización) ya era real…
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Cierta persona que aprecio me cuenta que su hijo, cerebrito en ciernes, acabará este curso la carrera de ingeniería sin haber comprado un solo libro en los cinco años que ha pasado en la Universidad. Lo explica sin pudor ni atisbo de mala conciencia.
Con naturalidad.
Escucho estupefacto y no alcanzo a contestar, aunque quisiera. Ciertas confesiones, no por cotidianas dejan de zaherirme: me desconsuelan.
Chantal Maillard, en un libro precioso de título elocuente, La baba del caracol, equipara lo poético al legado extraño, transparente, que exhibe el gasterópodo cuando repta.
Los libros que el estudiante adquiere, durante el curso fluvial de su formación académica, trazan esa baba fértil. Y se incorporan a él y, por ende, a su vida, como, mutatis mutandis, la lentitud del caracol al azul de la Tierra.
Solventar las dudas académicas, profesionales, existenciales arrojándolas (en un arrebato intelectual, en un apretón cognitivo) a la letrina de Delfos de monseñor Google podrá ser efectivo —no voy a negarlo— pero mi cabeza, rota y anacrónica, no lo procesa.
Mis padres, presentes en la escena, desnudan ese sable cada vez que su hijo adquiere un nuevo libro, otro guijarro de su libertad. De nada vale esgrimir argumentos: si un ingeniero puede graduarse sin palpar un libro, tener ocho mil en casa es (la duda ofende) un defecto mental.
Guardo silencio.
De nada vale hablar.
Se me escapa una lágrima y, con ella, algo más.
La literatura me salvó la vida, su ausencia me la quitará.