En el espejo retrovisor derecho de mi coche vive una araña. Todas las mañanas quito la tela tejida de noche y reaparece mágicamente.
A veces me pregunto qué come. Si le compensa el derroche proteico. No importa que llueva, nieve o luzca el sol. Ni los kilómetros recorridos, ni las turbulencias aerodinámicas, sean frías de invierno o cálidas y veraniegas. No importan los chorros a presión de agua jabonosa de los lavados, ni los repliegues y despliegues en los aparcamientos estrechos.
Hasta hoy no la había visto nunca, solo era un pasivo seguidor, admirador o detractor, según el momento, de su obra. Por fin nos conocimos. Lo primero que pensé fue en Spiderman y en sus superaventuras. Pero me parecieron insípidas payasadas comparadas con el épico día a día del pequeño arácnido pardo que se enfrenta al mundo automóvil desde detrás del espejo. Entonces me imaginé a Alicia atravesando azogues y divagando en imaginarios universos maravillosos. Y me perdí entre vapores aromáticos: ¿Cómo me verá a mí? ¿Seré una deidad omnipresente? ¿O seré un fenómeno meteorológico, una fuerza de la naturaleza? O no seré nada, porque su interpretación del mundo prescinde e ignora mi existencia.
Sin embargo, aún me creo su dios, porque puedo terminar con su existir cuando quiera. Lo que no sé es que ella no lo sabe. Un dios inútil. Irrelevante.
La divinidad solo existe desde un punto de vista, el propio divino. Adivino de buen vino. Hilador de trampas invisibles.
Soy una sombra, un humo, una nube. Soy cotidiano, en su visión de las cosas.
Tejemos telarañas de cristal alrededor de espejos retrovisores, y nos vemos guapos en ellos.
Sé que estáis esperando una frase final del tipo: «La aplasté con el dedo índice dictador de conductas». Pues no; le sonreí. Me pareció que me miraron ocho pares de ojos indiferentes, y siguió a lo suyo. Que no es poco.