Existe, entre el balbuceo de la memoria y la oratoria del olvido, un tránsito inexorable en cuya travesía, el tiempo decide envejecer.
Un delirio antes, el ser humano (preso en su libertad, libre en su prisión) puede macerar (o no) su palabra; fermentar su silencio, quintaesenciar su pena: vivir.
Esa vida instantánea con boca de diván y sonrisa freudiana, puede a su vez, si quiere, conversar con nosotros; allanar las rapsodias del mero contraluz; conjugar las caricias de esa constelación, remota en tu mirada, próxima en su recoveco: decir.
Ese decir no dice y al no decir expande las astillas del vértigo por todos los olores que custodia la casa cuando florece la alacena.
La alacena es la flor de la memoria doméstica, la catacumba exterior donde enraíza la vida y su vientre el invierno: la pangea donde duerme la lírica su insomnio milenario.
Y vendrán los años sucesivos y esa tierra inefable construirá en ellos continentes, ciegos caravaggios, magrittes inabarcables, lágrimas archipiélago: alcatraces sin voz.
Esa voz no existente, esas voces vacías, crece, crecen como la hiedra, y en ese ascender, la nada escribe un poema al dictado de un dios.
Dios toma el aspecto de un niño incandescente besando al olvido en una plaza cualquiera: el eco de un dolor.
Todo lo humano duele.
No hay mundo sin dolor.