Antropologías del miedo

Leído por ahí


Es función de este escribano leer, comentar y aconsejar sobre temas que nos acucian a todos, como el miedo a lo desconocido y también el miedo hacia lo que quizá tengamos que conocer. El primer trago del acucio me lo bebo yo, para que, una vez digerido, pueda aconsejar a los lectores y sepan hacer frente a sus desasosiegos.

Vayamos por partes: cae en mis manos el ensayo Antropologías del miedo1, en edición de Gerardo Fernández y José Manuel Pedrosa, antropólogo el primero, profesor de literatura el segundo. Allí se habla de vampiros, sacamantecas, locos, enterrados vivos y otras pesadillas de la razón. Y se dibuja la topografía del miedo desde una mirada interdisciplinar, donde la Historia, la Literatura, la Antropología social y el Cine tienen mucho que decir.

Nosotros no podemos sino recomendar una lectura completa del libro para conseguir una visión global de nuestros miedos. Sin embargo, por razones de espacio, aquí solo nos ocuparemos de la tafofobia, esto es, del miedo a ser enterrado vivo, asunto que causa desasosiego en algunas personas que, influidas por la literatura y el cine, temen ser objeto de un entierro prematuro. ¡Tranquilos! ¡Que nadie se obsesione! Esto es algo que como apunta el libro2 resulta improbable en la actualidad. Improbable no quiere decir imposible, sobre todo en zonas de guerra y catástrofes, donde los edificios se derrumban sobre algunas víctimas que quedan atrapadas bajo los escombros. Pero ser enterrado vivo a causa de una catalepsia o un error médico —como en los relatos de Poe y en las consiguientes películas de Roger Corman— queda, hoy por hoy, prácticamente descartado3. Y decimos “prácticamente”, lo cual no invalida la (remota) posibilidad de que se produzca.

El temor a ser enterrado vivo era más propio de épocas pasadas, en las que no existía un consenso científico sobre las señales de la muerte y, particularmente, cuando la acumulación de cadáveres a causa de epidemias, pestes y guerras… facilitaba que se produjera algún despiste. En tales circunstancias, la literatura de la época suele describir el fenómeno de manera empática. Hemos leído con provecho la Carta XVI de Benito Jerónimo Feijoó donde se argumenta contra la manía de acelerar innecesariamente los entierros y se compara el padecimiento del enterrado vivo con las penas del infierno4. También es recomendable la lectura del opúsculo Instrucción sobre lo arriesgado que es, en ciertos casos, enterrar a las personas, sin constar su muerte (1775), del doctor Miguel Barnades, médico de cámara de su Majestad el Rey Carlos III de España: 

Cualquier modo de morir no es comparable con la horrorosa y miserable suerte de aquellos infelices que después de enterrados por muertos y vueltos en sí mueren en la misma sepultura (…) no creo que haya aflicción comparable (…) ¿qué más prueba del rabioso despecho que encontrar a los tales, abriendo las sepulturas, descalabrados, roídos, ensangrentados y lastimados en varios deplorables modos? Yo confieso que me horrorizo sólo de pensar en tan infeliz y desastrada muerte (p. 326)

La posibilidad de ser enterrado vivo, sin llegar a convertirse en una obsesión irracional, puede convivir con el más templado y sereno de los humanos. Puede ser. Y eso sin meternos en interpretaciones psicoanalíticas, donde —según Freud— el ser enterrado vivo por error se correspondería con el deseo inconsciente de volver al útero materno. ¡Cuánta imaginación derrochó el célebre psicoanalista!

 Moraleja

Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—¡Muérase a la primera! Nada de catalepsias, letargos, sueños profundos o cualquier otro accidente nervioso que pueda confundirse con la muerte. No despiste con sus modorras a médicos, deudos y enterradores. Si usted se muere, ¡muérase de verdad!

—Si a pesar de nuestras advertencias sufre usted un entierro prematuro, aténgase a las consecuencias. Tranquilidad, ante todo. Enterrado vivo tampoco sobrevivirá mucho tiempo: le faltará la comida, el agua y, sobre todo, el aire. Respire hondo y no desespere. Procure dormir. En breve lo acogerá la Parca.

—Para acabar, y como opción más segura, pida que le entierren con el teléfono móvil entre las manos. Dada una mala tesitura, podrá intentar llamar al exterior. Eso le permitirá, si es que tiene cobertura y sus deudos escuchan su llamada, salir airoso del trance y morirse definitivamente en otra ocasión.

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[1] Gerardo Fernández Juárez y José Manuel Pedrosa: Antropologías del miedo. Ed. Calambur. Madrid, 2008.

[2] Elena del Río Parra: «“No tiene pulso”: Tipologías del miedo a ser enterrado vivo en la era preindustrial», páginas 49-78 del libro antes citado.

[3] Los relatos de Edgar Allan Poe El hundimiento de la casa Usher y El entierro prematuro (llevados al cine por Roger Corman en los años 60) incorporan situaciones de sujetos enterrados vivos. 

[4] Benito Jerónimo Feijoó: «Contra el abuso de acelerar más que conviene los entierros», Carta XVI, Cartas eruditas y curiosas (1753).