Le ofreció asiento, le dijo que se pusiera cómoda, y que volvía en unos instantes. Entró al baño y se miró en el espejo. Se arregló el escaso pelo canoso, se pasó la mano por los rasgos angulares. La bata entreabierta dejaba ver el pecho flaco, decorado por una pelambrera que lo enorgullecía pese a ser ahora casi blanca. Él era de ese tipo de hombre, o mejor dicho de gente que, vestidos e inmersos en el vaivén cotidiano, son corrientes, casi insignificantes, pasan desapercibidos entre la multitud que llena las calles, pero que en otras circunstancias y despojados de sus vestimentas, entre cuatro paredes, son totalmente diferentes, crecen, se despliegan, como una mariposa cuando sale triunfante de la oruga. Del baño, y con la bata más cerrada, pero no totalmente, se dirigió a la cocina del pequeño departamento, desde donde interpeló a la mujer, ofreciéndole café. Ella entretanto, y sin pedirle permiso, había cruzado las piernas, encendido un cigarrillo y comenzado a fumar.
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