Andrea es la portera de la finca. Todos nos referimos a ella como “señora Andrea”, aunque siempre nos replica “señorita, señorita Andrea”, con un mohín en su cara entre cabreado y resignado. A pesar de su aparente malhumor y de ese gesto que siempre parece contrariado, tengo la sensación de que tras él se esconde una mujer apocada y quizás algo triste. Parece una persona vencida por su historia, aplastada por algo que está corroyendo su interior, puede que desde hace tanto tiempo que ha debido de enquistarse transformando su rostro que, sin duda, tuvo que ser muy hermoso.
La cotilla del tercero cuarta ha soltado el rumor de que, hace años, antes de ser nuestra portera, intentó matarse bebiendo una botella de lejía, y que por eso tiene esa voz tan rasposa y antipática. Es cierto que la voz de Andrea es áspera y aguardentosa, con ese tono que tendemos a relacionar con los muy fumadores. Pero a Andrea nunca se le ha visto con un cigarrillo entre los labios ni nadie puede asegurar haberla visto tomando bebidas más alcohólicas que una cerveza 0,0.
Algo muy característico de nuestra portera es la meticulosa dedicación que consagra a su apariencia, a su aspecto físico. Siempre viste como si fuera a asistir a algún evento lujoso o importante o a reunirse con alguna persona significada. Aunque pase diez horas de cada día en el cubículo estrecho de la portería, sus ropas, no precisamente cómodas, parecen dignas de un banquete o festejo y difícilmente hemos podido verla repitiendo vestimenta dos días seguidos.
Su imagen, sin embargo, puede convertirse en algo ridículo por su prolija y cuidadosa costumbre de pintarse exageradamente, de maquillarse en exceso, con unos labios demasiado coloreados y perfilados y unos ojos remarcados casi con furia sobre un intenso colorete en las mejillas.
Creo que no necesita tanta pintura en la cara. Sin ella estaría mucho más atractiva. Su rostro tan recargado convierte su constante enfado gestual en una especie de máscara un poco grotesca que no le hace nada bien en relación con el vecindario, que ha acabado por no tomar en serio nada de lo que dice, hasta el punto de burlarse de ella en numerosas ocasiones.
Yo veo esos labios reventones y creo que, a pesar de retorcerse en un extraño y desangelado gesto cercano al asco o al enfado, en el fondo esconden una cierta amargura y añoranza de un tiempo pasado que debió de ser intenso, arrebatado y sensual. Es lo que imagino cuando veo a Andrea. Me reconforta pensar que esta mujer agrisada pudo ser alguien tan vital y enérgica que hasta podría habernos enseñado a los demás a disfrutar de la existencia.
Aunque, en otras ocasiones, a veces, pienso que su recelo no es tanto por un pasado que fue y no volverá sino por un presente amargo en el que los videoporteros automáticos hacen cada día más innecesaria la profesión del portero.
Ilustración del autor. Dibujo sobre papel de caca de elefante