Anna y sus hermanas

Cruzando los límites


Querido papá: No sabes cuánto echo de menos nuestra casa, con el oro negro de aquel suelo, el chernozem, donde puedes hundir un palo hasta el mango sin esfuerzo. La tierra que los rusos quieren quitarnos. Pero yo no nací para vivir en el campo, y soy fuerte, así que me dejé llevar por Mijaíl, el cazatalentos, a Barcelona, donde —ambos sabemos cuáles eran las condiciones— sin apenas hablar el idioma me puso a trabajar como acompañante en uno de los mejores hoteles de la ciudad. Aprendí castellano y catalán enseguida. En ese periodo, me vendieron seis veces como si fuera la Venus de Botticelli. Tú no sabes lo fácil que es recuperar la virginidad en esta ciudad.

Al cabo de un año, el nivel alto, el de los ejecutivos que vienen a los grandes hoteles, ya no pudo ser, se notaba demasiado que la fruta había madurado, así que pasé a otro nivel. Me llevaron a los yates grandes, alquilados, donde íbamos en grupo solo ucranianas, rusas y bielorrusas. Lo de las rusas tenía mucho morbo, porque a muchos hombres les gusta enfrentarse al mal desde una posición de fuerza, así que, cada vez que había un bombardeo con muchas víctimas en Ucrania, las rusas eran las preferidas, para dejarse vencer en las pequeñas batallas antes de la victoria final. Yo he pasado por rusa muchas veces, porque los catalanes no ven la diferencia mientras hables una lengua eslava y luzcas piernas largas y blancas.

En los barcos, también grabábamos unas películas de sexo duro para las que tomábamos drogas y anestésicos locales que no nos dejaban sentir nada, mientras nos gritaban: «No pongáis esa cara, por favor, quiero un poco de pasión, da igual que sea de placer o de dolor». En tres meses, hicimos unas cien películas, entre fiestas y sueños húmedos, curas y trances hipnóticos, hasta que el desgaste aconsejó un descanso en uno de esos balnearios donde te rejuvenecen. A la vuelta, me metieron en el primero de una cadena de burdeles que llaman Paraíso, y que están numerados. Cuando se enteraron de que tenía veintidós años arrugaron el ceño, porque en los vericuetos más recónditos había chicas rumanas de dieciséis, que me contaron que no hace muchos años en Barcelona se exponían con bata de estar por casa, sin maquillaje y sin nada debajo, en la Ronda de San Antonio, para un polvo rápido. 

Pasé un año en el Paraíso Uno. Cuatro barras, media docena de niñas perreando todo el día en los barrotes de las jaulas. Allí, los clientes se sentaban a las mesas y tenías que abordarlos con educación. Eran gente adinerada y bien educada, de esos que quieren que les des tu opinión sobre la liberación sexual durante la Revolución francesa, o que les expliques eso que decía Wittgenstein de que la realidad es como es, pero podría ser otra, cuando esa otra es lo que les interesa. En definitiva, papá, gente con poder que lo que quiere es sentirse humillada. Estos últimos buscaban esas que llaman amantes crueles, ya sabes, tortura refinada, clavos en el escroto y demás delicatessen que gustan a quienes tienen poder, que durante el día ven cómo sus empleados obedecen sin rechistar y por la noche quieren ser humillados por un superior imaginario que los encierre en una jaula o los cuelgue del cuello hasta el desmayo. Me hubiera gustado saber qué harían encerrados en una casa durante un bombardeo, como lo hemos padecido nosotros, imaginando que una bomba les arranca una pierna o un brazo.

El caso es que hace diez meses conocí a un policía —aquí los llaman mossos— que frecuentaba el local por los contactos. De la brigada de información, de esos que espían al Estado para acusarlo después de espiar a los políticos locales; bueno, el caso es que le gusté, un día en que no había esnifado porque tenía en carne viva la nariz, me temblaban las piernas y se me quebraba la voz. Ya me conoces, tengo esa cara triste que gusta a muchos hombres, los párpados caídos, los ojos de color caramelo, el cabello revuelto y oscuro, la piel muy blanca. Me ve delgada y languideciente, le miro como si fuera el hombre de mi vida, y va y me promete sacarme de allí, porque aquella gente le debe muchos favores.

Yo me habría acostado con cientos de hombres a los veintitrés, y aun así tenía una deuda descomunal con Mijaíl: el alquiler, las comidas, la droga, los vestidos, la protección y no sé cuántas cosas más que me recitaba cuando intentaba encontrar una razón para irme del burdel. Así que no me importaba querer o no al hombre que me librara de aquellas obligaciones.

Unos meses después, cuando yo ya estaba en el Paraíso Dos —chicas con ADN incorporado de más de quinientos donantes de semen—, Albert me lleva a cenar a uno de esos restaurantes donde los policías no pagan y los propietarios se desviven por servir los mejores platos y el mejor vino, aunque para mí, que llevaba tiempo bebiendo a sorbos cava de diez euros con patatas fritas de bolsa con los clientes, cualquier cosa me supiera a néctar de las mejores flores.

El caso es que Albert me pidió en matrimonio, porque le acababan de nombrar comisario, tenía un buen sueldo y muchos apaños, y se estaba comprando una casa en la Costa Brava para celebrarlo, así que acepté con la condición de que nos casáramos inmediatamente. Por eso no te invité a la boda, papá. La buena noticia es que me instalé en la casa de la playa, en un acantilado precioso, con una cala sensacional debajo, cerca de Playa de Aro, y, aprovechando que Albert estaba en un congreso de policías en Seattle, con maderos de todo el mundo, organicé una fiesta con los viejos amigos, Mijaíl, Nikolái, Teddy, Terek y demás morralla. Todos tenían casas por allí, y necesitaban una grande, como la mía, para encerrar e iniciar a las nuevas partidas que estaban llegando de países donde había conflictos. Así que organizamos la muerte de Albert.

A cosa hecha —los suicidios de policías no figuran en los medios—, heredé la casa y la cedí a la organización a cambio de controlar las entradas y salidas de las nuevas. Solo había que pagar un tanto a los políticos locales y poner a su servicio a unas cuantas vírgenes de vez en cuando.

Ahora, papá, ya puedes venir a Barcelona. Te he comprado una casa en el Paseo de Gracia, muy cerca de uno de esos monumentos modernistas que tanto gustan a los turistas. Puedes traer a mamá y a mis hermanas. Ellas no tienen que pasar por lo que yo he pasado. Quiero que tengan una buena educación y trabajen en lo que quieran.  A estas alturas, tengo tantos contactos que puedo conseguir lo que me apetezca, lo que queramos, papá.

A estas alturas, papá, te lo repito, somos los amos del mundo. 

Te quiere, tu hija Anna.