Amigos del alma

Alucina, vecina



«Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. A mil metros, y un paso, de hacer que mi cuerpo se transformara en un asqueroso puré de huesos, vísceras y sesos, me di cuenta de que no era yo el que tenía que estar en esa cornisa, sino él».

Así comenzaba a contarme su historia el asesino del que vengo a hablarte hoy. Martín me miraba con la certeza de quién sabe que todo ha acabado. No había miedo ni dolor, solo esa paz que se respira cuando uno ya ha aceptado su destino. Le dejé seguir hablando porque teníamos tiempo. La muerte siempre puede esperar una última confesión. En la agencia no sabían que yo lo había localizado y en mi cabeza también había surgido la pregunta: ¿Por qué uno de los hombres más queridos y respetados de todo el país había sido capaz de maquinar aquella tragedia? Le ofrecí un cigarro que aceptó estirando la mano todo lo que la cuerda, atada a sus muñecas, daba de sí y continuó.

«Dos meses atrás, recién salido de la vorágine popular que me ofreció la participación en el concurso de televisión que gané, con fama y un millón de euros bajo el brazo, Toni, mi mejor amigo desde hacía unas semanas, puro y brandi en mano, me había ido liando en su gran tela de araña. 

—Amigo, Martín, el negocio de hoy está en las criptomonedas —me dijo—. Deja que sea yo quien te guíe por este mundo, que tú sabrás cómo se llama la isla de la Polinesia más alejada de no sé qué continente, pero de los asuntos de finanzas andas tan perdido como sus habitantes.  

—No sé Toni, me han dicho en el banco que lo más seguro es dejar el millón de euros en una cuenta e invertir en plazos fijos. 

—Qué bobo eres, mi querido Martín, eso te lo dicen porque quieren jugar con tu dinero. Para esos crápulas, eres como un caramelo en la puerta del colegio. Tú déjamelo a mí y despreocúpate de todo. Y vive, Martín, vive, que la vida son dos días.

Más brandi y más puro. 

Así es como le autoricé a que manejara el dinero del premio, mi premio. Todo ante notario y de la forma más legal posible. 

—¿Comprende lo que está firmando? —me había dicho el notario.

Toni me pasó la mano por el hombro y lo miró con desprecio.

—¿Acaso está llamando tonto a mi amigo?

Yo fruncí el ceño y me enderecé.

—Por supuesto que lo sé. Estoy haciendo lo mejor para mi futuro.

El hombre levantó los hombros y se dedicó a comprobar que las firmas eran válidas.

Desde ese momento, Martín y yo compartimos todo: chicas de compañía, champagne, ropa cara y cenas en restaurantes exclusivos que, por supuesto pagaba yo.

Hasta que un día dejó de contestar a mis llamadas. Él siempre andaba con algún negocio importante o una firma en París o Londres. Y yo, cansado de asistir solo a fiestas en las que lo único que querían es que les contara cómo había sido capaz de responder a esa última pregunta, me fui encerrando en casa. Echaba de menos el tiempo de estudio, a los compañeros y las comidas en el hotel. Así que pensé que podría ir a la capital a ver el programa y saludar al equipo. Sin embargo, cuando fui a pagar el billete de tren, algo falló. El aparatito mandaba el mismo mensaje cada vez que la mujer ponía la tarjeta encima: Denegada.

—No es posible, vuelva a intentarlo.

A la cuarta vez, me devolvió el plástico inservible y me conminó a que hablara con mi banco. Cosa que hice al día siguiente. Y ahí se acabó la amistad con Martín. Mi amigo, mi hermano, me había desplumado, dejándome un pufo tan importante que en pocos días me vería en la calle. Lo llamé, desesperado. Se escuchaba el mar de fondo, risas femeninas y el tintineo de unas copas.

—Amigo, Martín, ya sabías que el negocio de las criptomonedas era así, volátil. Hoy estás arriba y mañana… ¡pum! —me dijo con sorna.

—Eres un hijo de puta. Voy a denunciarte. ¡Pagarás cada céntimo que me has robado!

—¿Robarte, yo? Creía que era nuestro dinero. Así lo firmamos frente al notario, ¿recuerdas?

Me colgó y, ese lunes, yo acabé en la cornisa. Él me había arrastrado hasta allí. Su recuerdo provocó que esa mañana vomitara y salpicara de espaguetis a una mujer que volvía con el carro de la compra. Luego, me limpié la boca, pegué la espalda a la fachada de ladrillos y acepté la ayuda del bombero que se asomaba por la ventana de mi habitación. 

Me cayeron tres meses de terapia en un centro para personas enajenadas. Yo, que había sido una de las mentes más inteligentes del país, que había conseguido ganar el concurso televisivo más difícil de Europa, de pronto me veía con tipos que se meaban y cagaban encima o que se tocaban constantemente sus partes pudendas mientras me miraban y me sacaban la lengua. En ese tiempo recordé, y enfrasqué en mi memoria, cada una de las mentiras que habían convertido mi existencia en un infierno.

Cuando salí del centro hospitalario, sin casa ni amigos ni dinero, me recorrí cada restaurante en el que a él le gustaba comer. Algún día saldría de su escondite y entonces estaría preparado, pensaba. Vagabundeé, me creció la barba y el pelo y adelgacé quince kilos. Creí que nunca volvería a verlo, pero las ratas siempre regresan a casa cuando se quedan sin queso. Esa noche lo vi entrar en el restaurante que yo vigilaba. Iba acompañado de otro tipo que me recordó a mí. Cara de no haber salido nunca de su hogar y dinero a espuertas sin saber cómo invertirlo. 

El lugar estaba a rebosar. Yo solo le veía a él. Mugriento, harapiento y con la cólera sujetando mis manos, entré en el local y empecé a apuñalar a todo el que se interponía entre mi objetivo y yo». 

—Murieron diecisiete personas, Martín —intervine.

—Sí. Y el mundo es hoy mucho mejor.

—No, Martín. Uno de los fallecidos era el alto cargo de uno de los países árabes en conflicto. Creyeron que todo había sido planificado por el país rival y clasificaron tu matanza de un atentado. Para evitar un compromiso mayor, debo entregarles tu cabeza.

—Pero, Luca, ya te he contado que yo solo quería hacerme un collar con el intestino de mi amigo.

—Lo sé, aunque no sirve de nada. Ellos no te creen.

Martín tomó aire y lo soltó muy despacio. Tiró el cigarro al suelo, cerró los ojos y sonrió.

—Valió la pena.

De camino a entregar el paquete con la cabeza de Martín a la agencia, me pregunté cuántas amistades terminan con esa frase.

Consejo número 12: Antes de poner tu vida en manos de otro, revisa cómo es la suya. Y vive, querido/a amigo/a, vive.