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Al cabo de una semana de instalarse en la ciudad ajardinada, el joven Jamal Ibn Munir recibió un mensajero con el encargo de pintar al rico comerciante Amr Said, gracias a la reputación que había conseguido en el principado con sus brillantes retratos familiares.
Una mañana de finales de invierno, Jamal llegó a la casa de Amr Said casi corriendo, ansioso por ser recibido por el comerciante. Justo cuando estaba llamando a la gran puerta, se dio cuenta de que llegaba mucho antes de lo acordado. Cuando se abrió la puerta y Jamal entró en el jardín, sorprendió a dos mujeres cruzando el patio. Aminah, la esposa del comerciante, seguida de Fatin, la única hija de la familia. Aminah se sobresaltó al verlo entrar, cogió a la hija del brazo y la arrastró corriendo hacia un lateral. Antes de desaparecer por una portezuela, Fatin sólo tuvo tiempo de volver la cabeza y descubrir en la sonrisa del joven una luz nueva y aniñada. Jamal tuvo todo este tiempo para descubrir los ojos de la joven, recorrerlos, devorarlos y perderse en ellos.
Se cerró la portezuela y se abrió otra puerta. Una puerta sin goznes, cierre ni dimensiones, que comunicaba el mundo de Jamal con ese otro por el que corren los colores, los sueños y los deseos. Y no tardó en abrirse una tercera puerta, doble y de madera, por la que salió al jardín Amr Said con una pequeña comitiva de siervos, siervas, perros y perras. El comerciante recibió a Jamal con rigurosa cortesía y no tardó en exponerle las condiciones del generoso encargo mientras recorrían ritualmente el jardín. Una pequeña parte de Jamal iba recibiendo las palabras tamaño, plazo y pago, y el resto recorría invisiblemente el camino que debía de ir desde la portezuela, pasando por alambicados pasillos y escaleras, hasta una habitación remota donde se encontraría la joven Fatin, acaso espiándole a través de una celosía. Jamal sonreía todavía cuando Amr Said terminó su monólogo, se dieron la mano para cerrar el trato, acordaron encontrarse el día siguiente y un criado lo acompañó hasta la salida.
Ese día pasó rápido y llegó por fin el siguiente. Jamal se levantó temprano, salió temprano y llegó temprano a la casa del comerciante. En el jardín encontró a Fatin, velada, señorial, desafiante e invitadora. Les transcurrió el tiempo sonriéndose en silencio, hasta que Fatin desapareció calculadamente un susurro antes de aparecer Amr Said, que se llevó a Jamal a un salón con mucha luz y poca vida. Así empezó Jamal el retrato. Y así empezó su costumbre de llegar cada vez más temprano para compartir un rato robado con Fatin, luego dos ratos, luego tres.
Al cabo de una semana de empezar el retrato del comerciante, quiso el destino (o acaso una propina pagada por Jamal) que un criado echara una tetera hirviendo sobre la tela. De modo que para mal de uno (que pagaba) y bien de otro (que disfrutaba), el trabajo volvió a empezar de cero. Así podían Jamal y Fatin aprovechar la primera hora de cada nueva mañana para pasear silenciosamente intercambiando miradas llenas de palabras, rozarse las puntas de los dedos, acariciarse la mejilla y soñarse besándose en algún rincón lejano.
Cierto día, al llegar Jamal, el criado le anunció que el comerciante se había ausentado para cerrar un trato con unos delicados artesanos de los oasis occidentales. Huelga decir que Jamal no se privó de entrar en la casa, alegando aprovechar la ausencia del señor para retocar el fondo del retrato. Al llegar al salón, Jamal lo encontró irreconocible. Los cortinajes cerrados, velas en las esquinas, el aire bañado en incienso. Y Fatin tendida en el diván, con el velo negro sobre el rostro como única vestidura.
Jamal se quedó allí de pie, contemplándola, aturdido. Transcurrió una mirada (que podría ser perfectamente una hora, una semana o una década). Y, como no podía ser de otra forma, Jamal cogió tela y pinceles y empezó a retratar a Fatin. Con observación atenta, tentó cada palmo del cuerpo de Fatin y acarició la tela con los colores precisos del enamorado. Cuando la tarde dejó de ser tarde y la noche empezó a ser noche, un Jamal exhausto dejó caer los pinceles. Contempló la obra y sonrió una sonrisa sin fin. La belleza de la hija del comerciante se había convertido en pintura. Y antes de que Fatin pudiera decir ¿puedo verlo?, ya estaban yaciendo juntos en el diván, él quitándole el velo, ella peinándolo y despeinándolo, los dos deseándose, rozándose los labios, rodando por una y otra alfombra y perdiéndose en un sinfín de cojines.
Jamal desapareció poco antes del alba, no sin antes abrazarse, desabrazarse y volverse a abrazar hasta que el sol amenazó con delatarlos. Corrió a su casa a colgar el retrato de Fatin, que todavía olía a óleo, incienso y noche. Pocas horas más tarde volvía a seguir al comerciante hacia el salón con mucha luz y poca vida, para dar las pinceladas definitivas a su retrato, grandilocuente y previsible. Amr Said quedó impresionado con el resultado final y prometió el pronto pago del doble de la cantidad acordada.
Por razones que unos atribuyen a la casualidad y otros al destino, el comerciante decidió aprovechar el próximo día de fiesta para entregarle a Jamal su paga en persona, visitando la pequeña casa del pintor acompañado de familia, séquito y honores. Jamal quedó tan sorprendido por la llegada de la comitiva, que hasta que los hubo invitado a instalarse en el comedor no recordó que en la pared principal estaba colgado el retrato de Fatin.
Jamal se apresuró en distraer a la familia con aromas de té, humos de narguile e historias de pinturas, callejuelas y viajes en camello. Devorando dátiles con delicadeza de puerco, Amr Said se entregó encantado a la distracción. Pasó la tarde, el comerciante pagó orgulloso al pintor y la comitiva se preparó para retirarse. No fue hasta que Amr Said se volvió por última vez para despedirse de Jamal que se le desvió la atención hacia el retrato que había colgado en la pared, retrato que no había visto hasta ahora. Una belleza desnuda sobre un diván, con un velo negro sobre el rostro como única vestidura. Una belleza como el comerciante no había visto en ningún harén. Amr Said sudó por primera vez en una década.
—Un retrato francamente excelente.
—Gracias… señor.
—¿Quién es la chica?
—Es… —un arriesgado momento de duda— mi hermana. Mi hermana Ruyah.
—¿Cuántos años tiene?
—Debe de tener la edad de Fatin —respondió Jamal entregado a un juego, con Fatin adorándolo o maldiciéndole al otro lado del comedor.
—La edad de Fatin… —un susurro casi imperceptible del comerciante.
Seriedad y silencio. Jamal intentaba disimular algún que otro temblor. El comerciante pareció rejuvenecer:
—¿Y dónde vive?
—En la capital —Jamal se sentía perdido—. En el barrio de los peleteros, junto al antiguo palacio del emir —Jamal no estaba acostumbrado a mentir. En cualquier momento podía desmoronarse su vidrioso castillo de cartas.
—Espero que Ruyah no esté casada todavía —Amr Said lucía una sonrisa adolescente.
—No, no… —Jamal intentaba dibujarse una expresión de felicidad pero le costaba esfuerzos. De lejos, oía la inquietud de Fatin.
—Perfecto, gracias a Dios. Tu familia recibirá noticias mías. Hasta pronto.
El comerciante desapareció por el portal. Jamal no pudo pasar más que unos segundos contemplando a Fatin, que le enviaba una mirada que sólo podía significar deseo, despedida y dolor, antes de ser arrastrada por el séquito. Jamal se quedó allí de pie, solo, con el silencio, la duda y la belleza de Fatin hecha color. Acaso pasara toda la noche sin moverse de allí, callando, dudando y soñando.
A pesar de su opulencia y de su absoluta carencia de gracias, Amr Said no tenía enemigo alguno, así que nadie llegó a explicarse quién pudo entrar esa misma noche en su casa, introducirse furtivamente en su dormitorio y envenenarle. Y a nadie le sorprendió que al cabo de pocas semanas Jamal y Fatin salieran a pasear juntos por las calles de la ciudad, bellos, radiantes, casados.
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Imagen: Lolita Lagarto.