Tumbado, abrí los ojos en la oscuridad mientras un sonido del más allá inundaba la habitación. No era más fuerte que una conversación a luz diurna, pero en la noche era más perceptible de lo deseable. Los primeros minutos en duermevela no me sirvieron para localizar la fuente del ruido. Me levanté, sigiloso, hasta acercarme a una vibración progresivamente más intensa y, al encender la luz del baño, allí estaba: el dichoso cepillo eléctrico. Sin preguntarme cómo diantres se habría puesto en marcha, pulsé el interruptor y se detuvo. Volvía a respirarse el silencio. Logré dormirme. Pero de nuevo me desperté por aquel ruido eléctrico. Tuve que pulsar el interruptor tres o cuatro veces y, la última, dejando mi dedo apretado incontables segundos. Logré tumbarme… unos minutos. Regresó el ruido. Me levanté y volví al baño. Como no lograba desconectar el cepillo, lo llevé conmigo al dormitorio. Al cabo de unos minutos, conseguí apagarlo entre las sábanas. Escéptico, lo dejé en la mesilla, no fuera a activarse otra vez, como así ocurrió cuando sentí que estaba a punto de dormirme. Eché el brazo hacia la mesilla con el movimiento automatizado de apagar la alarma y, en mi incipiente letargo, sentí que la alarma seguía sonando como si nada. ¡Por supuesto!, porque no era la alarma. Rebusqué a ciegas por la mesilla hasta dar con el vibrante cilindro dental y me lo llevé a las profundidades de mi ropa de cama, con la intención de ahogar el maldito zumbido. Una piedra de Sísifo que rodaba cuesta abajo toda la maldita noche. Una espada de Damocles que me atenazaba entre el infierno y la nada. Una cabeza de Medusa que me petrificaba mirándome fijamente con su invulnerable interruptor ciclópeo. Una puñetera noche clamando a Zeus, a Cronos y a Gea para que se consumiera la batería. Pasadas las seis, acepté mi derrota metiéndome en la ducha. Al menos, el agua sonaba más fuerte que el motor del cepillo. Al cerrar el grifo el silencio me saludó alborozado. Sonreí condescendiente al aire, a la oscuridad, al sosiego… El sentimiento ambivalente de que aquello había terminado y de que me tenía que ir a trabajar.
En la oficina volví a sentir el sonido de aquella chicharra insomne. Persistía en la memoria, como el maldito cuadro de Dalí, sin razón para oír aquel ruido torturador, rodeado como estaba de fotocopiadoras y decenas de personas conversando. Si no hubiera estado seguro de haber tirado el condenado cepillo, habría rebuscado hasta por las macetas de ficus que ornamentaban la gran sala. Pero lo había tirado. Sí, me deshice de él como de un cadáver en la bahía, saltándome todas las leyes medioambientales. ¡No podía más! Y a pesar de todo, el zumbido siguió horadando mis meninges hasta el almuerzo.
La superstición es poderosa en casos desesperantes, de ahí mi suposición de que el estómago lleno hubiera obrado el milagro de acabar con las voces zumbonas. Pero la suposición duró lo que tardó en aparecer el reflejo gastrocólico. Sí, era el recuerdo de vuelta, ya saciado de input y output. Habría dado toda mi fortuna por desprenderme de las neuronas necesarias. Apenas podía resistirme al impulso de echarme las manos a las orejas, a sabiendas, empero, de que sería inútil, pues la procesión iba por dentro, más acá de mi experiencia. Como si el Todopoderoso me llamara desde el origen de los tiempos para encomendarme una maldita misión. Debí haber comprendido el significado de todo aquello: la vibración, la señal, la electricidad que recorría mi cuerpo, lo que me ungía como el líder contrarrevolucionario que mi especie esperaba. Al fin lo comprendí: llegaba la rebelión de las máquinas y yo debía acabar con la revolución proletaria de los electrodomésticos del mundo unidos, que, dicho sea de paso, no podrían haber encontrado un acrónimo mejor: EMU, como buenos emuladores. Y esta idea encendió una chispa en mi materia gris: la contraemulación. Había que afrontar la guerra con la estrategia «nada de corriente». Combatir con cepillos desenchufados. Interrumpiéndolos a nuestro antojo; agitando muñeca y antebrazo a la antigua usanza, sin más vibración que la provocada por nuestro propio cuerpo. Toda la energía dependería de nosotros, individuos bioquímicos, alimentados de una buena pechá de garbanzos, de un buen pernil de Teruel o de una suculenta paella. Sin derivas eléctricas… o, si se quiere, química sin corriente. La mopa y la escoba relegarían a la aspiradora, las tardes al fresco con los vecinos harían lo propio con la televisión y con la radio, y aun con el secador de pelo. Todo debía empezar cuanto antes, pues la vibración no acababa de desaparecer y yo terminaría desquiciado aquel aciago día, tal y como acabé, sin interruptor bioquímico que pudiera pararme el insufrible estado de nervios.
No sé si llegué a dormir apenas cuatro horas, lo justo para soñar con bobinas, condensadores y demás circuitería eléctrica, poseído, convertido en un viejo cíborg desmemoriado. Al despertar, me palpé para cerciorarme de que el dinosaurio biónico ya no seguía allí. Nada seguía allí. Parecía que el plan contrarrevolucionario podía pasar a mejor vida, pues los zumbidos no habían vuelto a dar señales de vida.
Sin embargo, no hay día desde entonces en que no me levante poco católico, como Lutero en Wittenberg. Y si nadie me para, estoy dispuesto a llevar a cabo una reforma doméstica fuera de lo corriente. Luego no me vengan con contrarreformas.