La única manera que tiene la conciencia pensante de rehuir el absurdo existencial, su único modo de introducir en la tragedia de la vida una cuña de sentido que torne valioso lo vivido, consiste en aventurar el posible funcionamiento teleológico de la realidad vital. Surge entonces la cuestión de si la vida misma no estará provista de inteligencia: pues, de no ser la vida inteligente, resultaría una increíble casualidad que caminase hacia fin alguno. Si la vida tiene una inteligencia, esta inteligencia es sin duda Dios. (Cfr. con el concepto wittgensteiniano del Supremo: “Dios es el sentido del mundo”.)
La teleología acaba, pues, conduciéndonos a la teología (no es caprichosa la recurrencia histórica con que se presenta el argumento teleológico de la existencia de Dios, cuya formulación paradigmática encontramos en una de las vías tomistas. El viejo doctor Kant le dedica una especial atención. Lo que es indudable es que todo argumento de este tipo arranca de una manifiesta petición de principio, para la cual hay infinitas razones aducibles a favor y en contra: la tesis de la constitución teleológica del mundo). Y la teología, a su vez, funda el discurso de la teodicea: Si Dios es la inteligencia de la vida, cobra sentido la existencia humana. En tanto entes rudimentariamente inteligentes, estaría en nuestras manos la posibilidad de ejercer una función rectora en la realidad, contribuyendo así a su gobierno por parte de la vida, cuyo entendimiento sería Dios.