He tocado hueso. Sin pretenderlo. Sin saber que era posible perder toda carne, perder todo flujo, perder toda capacidad de maniobra y, aún viva, alcanzar la esencia de lo incombustible.
Sin duda, me ha traído hasta aquí la búsqueda de la placidez por fracaso inducido (a través de la quema pirómana de mis naves, a través de la vorágine excavadora que me empujaba a socavar el firme bajo estos pies) o el deseo de expurgar, de depurar, de aniquilar todo lo blando.
Así, roídos los jugosos ramilletes de futuros, sumergidas las voluntades en lo ácido, he llegado, al fin, al calcio compacto, a lo denso, a lo que no deja lugar a interpretación alguna, a la prensada ceniza fría del anhelo.
Ha sido un proceso doloroso (jalonado con ruecas enredadoras y segunderos lacerantes, ambos, puros matarifes) pero, por fortuna, rápido.
El hueso ya está limpio y seco. Con su fulgor de verdad inapelable, con su tacto aún áspero, me dice que ya no puedo (ni) más, que ya no puedo (ni) menos.
Este hueso que palpo encarna lo evidente. Es lo que hay. Todas las tiernas opciones se han desvanecido. Ahora solo tengo una vía de acceso al júbilo: el contacto con lo obvio. El tacto descarnado de este hueso, mondo y lirondo, se me ofrece.
Este hueso es mi blanca horma. Lo aprecio, lo venero, lo acaricio con cuidado hasta dejarlo bien pulido: tan brillante, tan hermoso, tan marfil, tan carne de mi (sin) carne, que, después de limarlo largo tiempo, antes de que pierda su consistencia, lo horado, paciente, en varias acometidas, y en flauta, en ocarina precaria, en reclamo para aves lo transformo.
Mi aliento, aún caliente, fluye por las cavidades de mi nuevo instrumento, tubular fragmento de osamenta; mis dedos obstruyen y liberan notas, alternativamente y toco hueso, sí, lo más bajo e inerte, pero suena.
La música, trémulo tacto vibrante, dará sentido a esta prórroga.