Me encantan los libros breves, los opúsculos, los artículos de periódico. Iba a decir también que me gustan los poemarios, aunque suelo evitarlos: me pierdo entre tanta metáfora poética y tanta licencia como se conceden sus autores. Prefiero los folletos, los libritos de instrucciones, los cancioneros. Cada uno en su especialidad, con poca letra y en poco espacio, lo dice todo, sin ambages. También soy de los que piensan que con diez o doce páginas se puede contar una buena historia y exponer cualquier teoría científica, por complicada que sea. El resto es paja y ganas de enredar.
Fiel a mis preferencias, elijo libros pequeñitos y de poca hondura. En esta ocasión me dejé seducir por el título de Los últimos días de Kant1 de Thomas de Quincey, que prometía resolver el asunto en poco más de noventa páginas. Me las auguré felices; nadie iba a contarme la infancia del filósofo, su trayectoria vital, su esfuerzo académico y literario. Centrado en lo fundamental, el libro explicaría cómo el filósofo cayó fatalmente enfermo y acabó muriendo. Así, en un plis-plas. El libro incluye, para quien desee mayor información, un anecdotario sobre el filósofo de Königsberg y un análisis de su imponente cráneo, según un forense de la época. Lóbulos obtusos, sapiencia opulenta.
Inicié la lectura con placer, pero el afán creativo del señor de Quincey acabó por aguarme la fiesta. Idas y venidas por las manías de Kant; sus desayunos, almuerzos y cenas; su carácter afable y su mal genio; sus ojos de un azul aguado y su afán por recordar todo aquello que, invariablemente, olvidaba. La relación de Kant con los criados, con su médico; las conversaciones con amigos y admiradores; su eterna misoginia. Los paseítos de Kant. Los duermevelas del filósofo. Los libros cayéndosele de las manos. La mantita de Kant. Y otra vez los olvidos, los temblores, los defectos y carencias que, con la edad, alcanzan a todo el mundo, llámese Kant o Nicanor.
Y no contento con prodigarse en la narración de lo obvio, Thomas de Quincey se extiende con aclaraciones a pie de página que prolongan la agonía del protagonista y cargan de impaciencia al lector. Finalmente, a través del testimonio de Wasianski, un teólogo que cuidó del filósofo en los últimos meses de su vida, alcanzamos el momento cumbre de la obra: «El domingo 12 de febrero de 1804 el mecanismo de Kant se paró, el último movimiento terminó precisamente en el momento en que daban las once». Paz a sus restos y honor eterno a su memoria.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
– Si se trata de escribir, vaya directo al grano. Considere que si lo que cuenta es breve no necesita ser bueno.
– Si se trata de envejecer y morir, hágalo rapidito. Y no encargue a nadie narrar sus últimos momentos. Ya nos imaginamos cómo serán. Con la edad, hasta los mas grandes se vuelven como niños, pierden ingenio y dicen tonterías. Le recomendamos desaparecer a tiempo y dejar un buen recuerdo.
– Pero si se trata de seguir vivo y hacer como que se lee, lo mejor es evitar los libros gordos y los grandes tratados de ciencia y filosofía. Piérdase por los vericuetos de La Charca Literaria, donde hallará consuelo virtual en sus artículos, breves pero sustanciosos.
1Tomas de Quincey: Los últimos días de Kant (Valdemar, 2004).