En la familia, Enrique tenía fama de tacaño. No le gustaba hacer regalos ni tener detalles con sus hermanas y mucho menos con sus sobrinos a los que consideraba unos holgazanes que no eran buenos para nada, tenían unos empleos que les permitían vivir al día y poco más.
Sus hermanas no es que fuera un prodigio tampoco. La mayor, María, se había casado con un empleado de banca que la había retirado del trabajo, como decía el marido con aires de suficiencia, y la pequeña, Luisa, se casó con un vendedor de coches que trabajaba en un concesionario de Toyota. Esta seguía trabajando de modista en el taller de doña Engracia que hacía vestidos para distintas boutiques de trajes infantiles y de primera comunión.
Las hermanas de Enrique no tenían mucho contacto con él salvo en Navidad, cuando, unas veces María y otras Luisa, organizaban la comida preceptiva en esa fecha familiar y señalada. Ese día se intercambiaban regalos. Mientras los sobrinos eran pequeños, había cuatro niños en total, los regalos eran juguetitos para ellos y para las hermanas pañuelos de bolsillo, lo mismo que para los cuñados. Enrique jamás gastaba más de cien euros en regalos y eso ya le parecía un despilfarro.
Ese año la Navidad se presentaba como siempre, con un menú igual o muy parecido al de los años anteriores. Enrique, no se sabe por qué razón, decidió que ya estaba bien de que le consideraran un tacaño que solo sabía regalar pañuelitos y tomó una decisión. No era hombre de decisiones rápidas y poco meditadas. Le costaba semanas decidirse y lo hacía con aplicación una vez que había sopesado los pros y contras desde todos los ángulos posibles.
Aquella mañana su hermana María le llamó por teléfono para anunciarle que ese año la comida de Navidad la haría ella en su casa. Al colgar el teléfono Enrique se puso en marcha, comprobó que llevaba en la cartera la tarjeta de crédito y se dirigió a unos grandes almacenes para comprar los regalos.
Para sus hermanas se decidió por un bolso de marca para cada una, procurando que no fueran iguales, pero sí del mismo precio. Para sus cuñados, sendas billeteras, también de marca, con un décimo para la Lotería del Niño en su interior, y para los cuatro sobrinos sendas tablets último modelo.
El día de Navidad hubo caras de asombro, risas nerviosas y abrazos efusivos con alguna lagrimita. Nadie entendía nada. Uno de los sobrinos hizo un reportaje fotográfico y lo colgó en Instagram. Luisa se desmayó y hubo que darle un vasito de Agua del Carmen. Los cuñados se quedaron mudos y el dueño de la casa sacó el coñac francés que tenía guardado para las ocasiones y le ofreció a Enrique una copa. Parecía que había pasado un terremoto.
Cuando salió a la calle después de la celebración se sintió ligero y satisfecho, extrañamente satisfecho. Las luces de las calles le parecieron de cuento de hadas y no paró de sonreír hasta llegar a su casa.
La llegada a su casa fue apoteósica. Nada más poner la llave en la cerradura de la puerta se percató que había un charco en el recibidor, dio la luz y vio en toda su magnitud la inundación. Se había reventado el termo de cien litros que tenía en la cocina y esos cien litros estaban ahora en el suelo. Cerró la llave de paso y se dispuso a recoger agua tarea que le llevó toda la noche.
A primera hora de la mañana el vecino de abajo subió a protestar porque tenía todo el techo con humedades. El vecino le preguntó si tenía seguro y no, no tenía. Se comprometió a pintárselo porque no tuvo más remedio.
Justamente ese año que se había gastado un dineral en regalos tendría que hacer frente a gastos extraordinarios.
El día treinta y uno llamó a la puerta el cartero con una carta certificada. La abrió nervioso. No hacía falta que volviera a la oficina después de las vacaciones navideñas. La empresa había decidido hacer ajuste de plantilla, por lo que prescindía de sus servicios. Naturalmente recibiría los emolumentos previstos por la ley para esos casos.
Se derrumbó en el sofá y se preguntó sarcásticamente cómo iba a superar la cuesta de enero precisamente ese año que había decidido ser generoso. No se podía ir en contra de la propia naturaleza, concluyó.
–