Redención (Opúsculo en mi bemol menor)

Delirāre


[Un hombre solo, sobre un escenario, tras un atril con micrófono
e iluminado con un foco].

«Aquí ofrecemos felicidad», decía aquel anuncio en el que me fijé. Ocupaba un importante espacio del escaparate de lo que parecía una moderna oficina, con diseño minimalista, y contrastaba con el entorno por sus llamativos, aunque no agresivos, colores.

La imagen mostraba lo que es habitual en ese tipo de publicidad: una bucólica estampa con una hermosa mujer de aspecto sereno, con sus ojos cerrados y una sutil curvatura en su boca que sugería cierta satisfacción. A su lado, un hombre con una expresión casi extática, con sus brazos abiertos y la barbilla elevada hacia un cielo que proyectaba colores anaranjados y púrpuras propios del amanecer. En conjunto, era una escena que evocaba placidez y sugería la posibilidad de que los deseos más íntimos, allí, podían alcanzarse.

«Entre y deje atrás sus problemas», rezaba otro cartel a su lado, con una flecha, que cambiaba de color, sostenida por la imagen fotografiada en 3D de otra bella mujer a tamaño natural, sonriente, feliz, sugerente. Su seductora mirada me indicaba el camino hacia el interior; su saludable aspecto me animaba a entrar para, así, poder descubrir si mis pesares y penurias podían tener solución, o al menos, atenuarse.

Como supondréis, mi primera reacción fue de rechazo, acordándome de tantos y tantos camelos de las muchas organizaciones supuestamente benéficas, asociaciones solidarias y grupúsculos religiosos llenos de falsa caridad a los que, en el pasado, había acudido para pedir ayuda por la desesperante situación económica que estaba atravesando y que ya afectaba sin clemencia a mi estado de ánimo y a mis ganas de vivir.

Algunas de esas supuestamente generosas experiencias que había tenido en el pasado habían logrado, en contra de sus misericordiosas intenciones, que me sintiera con más desazón y malestar, y salí de ellas mucho más desalentado y con la sensación de haber sido engañado una vez más.

Seguro que habéis sufrido cosas parecidas más de uno y más de una. Lo sé. Es más habitual de lo que parece y os resultará muy familiar esa sensación de ser tomado por un paria, por un pelagatos que no importa.

Incluso, de uno de aquellos siniestros lugares de aparente beneficencia tuve que salir huyendo, literalmente, al percibir que lo que me ofrecían allí era integrarme en una estructura que recordaba a lo que siempre me habían dicho que era una secta maliciosa. Sabéis lo que digo, sí. El resultado de aquella vivencia se tradujo en un devastado estado, mucho peor del que tenía antes de entrar, tanto anímica como económicamente. Fue un horror. Hui de ahí despavorido.

¿Qué saqué de todo aquello? Un inmenso malestar y una profunda desconfianza por cualquier anuncio de presunta felicidad al alcance de la mano. A la vez, dejé de creer que fuera posible alcanzar esa felicidad… Aunque he de decir, que nunca dejé de intentarlo.

Fue entonces cuando vi ese anuncio del que antes os hablaba, el mismo que también os ha traído aquí. No sabría bien decir por qué, pero en ese momento aquello me pareció diferente. No era casposo ni me recordaba a lo caritativo o religioso. Parecía algo limpio, moderno y, de una forma u otra, me llegó a las tripas y al corazón. Sé que lo sentís como yo lo sentí entonces.

Fue como entrar en una agencia de viajes, de esas que prometen paradisíacos destinos en donde experimentar vivencias inolvidables, inigualables, de tal intensidad que, una vez conocidas, no entenderías tu vida sin haberlas conocido. Me pareció que entrar allí, aquí, donde estáis, era acercarse a un edén que nunca pensé que podría existir.

Pero no exageremos. La vida no es paradisíaca, por mucho nos quieran vender eso. No os voy a mentir: lo dionisíaco no existe, al menos para la mayoría. Yo así lo creía entonces y temí equivocarme de nuevo y, otra vez, dejarme engatusar por las apariencias, por lo instintivo e impulsivo. Sabéis, como yo, que hay gente que es especialista en adornar cualquier cosa, por áspera o anodina que sea, para que parezca sedosa y electrizante. Yo sabía que entrar aquí, que dejarme seducir por tan magnífica publicidad podría ser un nuevo error. Sabía que podía terminar, otra vez, escaldado y con la moral mucho más hundida, quizás tanto que podría perder la capacidad de salir de ese pozo cada vez más profundo y oscuro en el que me hallaba.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué otra salida tenía? ¿Qué otra esperanza tenéis vosotros y vosotras más que, como yo hice entonces, agarraros a la promesa, por engañosa que pudiera parecer, de escapar de la nadería en la que se ha convertido la existencia? Mi existencia. ¡Vuestra existencia!

[Silencio estudiado. La luz se cierra sobre el orador].

No os asustéis. Aquí SÍ encontraréis la dicha. Eso me dijeron entonces y eso os digo yo ahora. Entré aquí y sentí las caricias de la amabilidad, de la generosidad y, por qué no decirlo, de la valentía.

Conmigo se comportaron con mimo y ternura, como si del abrazo que necesitaba se tratase. No fueron ni zalameros ni engañosos, no lo creáis así. Hablaron conmigo con la sinceridad, elocuencia y nitidez con la que yo trato de dirigirme ahora a vosotros y a vosotras. No vamos a engañarnos. Estoy seguro de que no lo permitiríais. Como yo, sabéis que nuestro entorno es arisco y doloroso y, aunque en ocasiones nos permita una sonrisa, es implacable para con los menos afortunados.

Los menos afortunados… Siempre somos los mismos. Abrazamos la esperanza de una prosperidad que nos lleve a la felicidad y, cuando creemos tenerla al alcance de los dedos, nos cambian las reglas del juego y nos hunden un poquito más en el desconsuelo. Todo esto lo sabéis, pese a que es posible que no os hayáis detenido a reflexionarlo. Me atrevo a decir que todos estos pesares que aplastan nuestro vuelo están perfectamente orquestados por aquellos que, una y otra vez, salen ilesos de los latigazos de la sociedad.

¿Confabulación? ¿Conjura? No sé, sinceramente. Dejémoslo en connivencia, en un acuerdo de convivencia entre aquellos que siempre salieron beneficiados y hacen lo posible para no dejar de serlo ni perder sus privilegios heredados.

Las leyes nos protegen a todos, dicen. Pero si con esas leyes no es posible acabar con esta exasperante desigualdad, algo mal se está haciendo con ellas. Permitidme un secreto: cuando llegué aquí, deprimido como estaba en mi propia miseria, yo aún creía en las normas sociales que eran las que iban a sacarnos de esa penuria. Pero la estrechez, cada vez más ceñida, permanecía (ya fuera económica, social o anímica) y me convertí en un desencantado, en un zombi viviente, abúlico y ajeno, descorazonado y triste.

Aquí, sí, ¡aquí!, donde estáis ahora escuchándome, me abrazaron con calor para confortarme de mi frío interno. Llegué solo, como solos llegáis cada uno de vosotros y de vosotras, y me dieron la bienvenida a este lugar que, entonces, era pequeño, humilde y animoso. Me vistieron con sus enseñanzas y, poco a poco, descubrí que, frente a la fatamorgana que siempre nos vendieron como lo más adecuado para nuestra prosperidad, existía un modo alternativo de enfrentarse al tiempo y al espacio en que nos ha tocado vivir.

No han pasado muchos años desde aquel día en el que entré aquí y lo que fue un pequeño grupo de personas inquietas por alcanzar un cambio en el estado de cosas, se ha convertido en una muchedumbre que, hoy día, como aquí ahora mismo, se reúne, se abraza y reclama… ¡Reclama!

Somos como una zarza espinosa que un día aparece en el rincón de un jardín y acaba invadiéndolo todo. No nos cortaron a tiempo, dicen, y ahora no se atreven a acercarse por temor a pincharse con nuestras saludables espinas. Pese a ello, trataron de arrancarnos, de desbrozarnos, de quemarnos incluso, pero fuimos capaces de adornar nuestras semillas con dulces moras para expandirnos y poblar cualquier rincón de nuestro mundo.

Hoy somos abundancia y, como tal, estamos en disposición, como alguien dijo en algún momento, de asaltar los cielos. Ahora, los poderosos tiemblan, lo que los convierte en menos poderosos. Hoy, los arrogantes tratan de huir con el resultado de sus eternos latrocinios. Ahora, los privilegiados se humillan para no ser aplastados, para no sufrir el zarpazo de lo que se avecina.

Al mismo tiempo, los menesterosos se unen, nos unimos, para dar nueva luz a los siglos de oscuridad a los que los distintos sistemas sociales nos han llevado. Somos más cada día y vosotros y vosotras lo demostráis aquí y ahora. No preciso deciros que no buscamos venganza de nada. No queremos ver sufrimiento en quienes tanto nos hicieron sufrir. No merece la pena ese esfuerzo. No nos movemos por la cinética de la violencia sino con el motor de la razón y del sentido común, eso a lo que otros apelaron para mantener el statu quo que beneficiaba a unos pocos, los de siempre, y siempre de manera progresiva e inversa a la mayoría, olvidados, como siempre y por desgracia, de manera progresiva también, cada día más apartados.

Y yo os digo, aquí y ahora, que dejéis atrás vuestro rencor y que también abandonéis cualquier vestigio de debilidad. Somos fuertes y somos muchos, os lo repito. Como el coral, que está formado por miles de individuos con un fin común, su supervivencia y perpetuación, nos unimos hoy para construir otro mundo en el que disfrutemos por igual de esos beneficios que nosotros y nosotras hemos venido generando desde siempre.

Aquí me adentré hace tiempo, solo, acobardado y ceniciento, y hoy, gracias a los pocos que eran entonces y a los muchos que sois, que somos ahora, me descubro valiente, esperanzado y capaz de revertir lo que siempre tenía que haber sido de quienes nunca pudimos disfrutarlo… O para quienes padecimos el progreso con engaños para mantener el engranaje en funcionamiento.

Así pues, os pido aquí y en todas las reuniones que como esta se están realizando alrededor del mundo, os pido que os convirtáis en la mano ejecutora de ese cambio… que os anuncio que llegará.

[Pausa dramática. El foco se cierra más sobre la figura del orador].

Os pido que me permitáis liderar ese cambio con todos vosotros como motor de arranque y fuerza imparable de un nuevo estado social. Un estado en el que no cabrán los pusilánimes ni los egoístas ni los avariciosos. Tampoco tendrán sitio los que gustaron y se beneficiaron de títulos y bendiciones, de prebendas y bicocas, sin aportar nada para conseguirlas. Aquí tenemos mucho espacio, amplitud no nos falta, y cabe cualquiera que desee brillar con nosotros, con nosotras. Hace tiempo viajé por otros lugares y en todos encontré la misma ambición de ver cumplidos los anhelos, siempre opacados, siempre aplastados por la rutinaria realidad que consume todos los deseos al ofrecer un deseo tras otro sin solución de continuidad.

Porque esa es la estrategia que siempre sirvió para silenciarnos: ofrecernos dulces golosinas para provocar nuestro apetito y transformarlo en aspiración, luego en capricho y, por fin, lograr que esas chucherías se conviertan en necesidad… en realidad, de algo que no necesitamos.

Juntos, sí, ¡juntos!, transformaremos ese río domesticado, ese caudal encanalado que es la vida que nos han impuesto con fruslerías, en un afluente salvaje, en una corriente que se disperse y empape todos los estratos de la existencia, ahogando, de paso, la mano de los que pretendieron darnos alimento tramposo.

Así, amigos y amigas, os conmino hoy a seguir mis pasos por el camino que otros, hace tiempo, empezaron a embaldosar y que ya tiene suficiente longitud y derivas para que lo transitemos sin obstáculos.

Hoy ya estamos en disposición de preparar al mundo entero para los que quieran vivir con verdades y estamos listos para expulsar a quienes siempre nos obstaculizaron con engañifas y filfas. Todos vosotros y vosotras, aquí y en el resto del planeta, pondréis vuestra fuerza y tesón, vuestro trabajo y vigor en la construcción de esta nueva torre a los cielos de la convivencia.

¡Y yo acepto ese cargo que me otorgáis! Seré vuestro adalid, me convertiré en el dictador de la humanidad, en la linterna que señala la dirección adecuada para que la luz llegue, por fin, a vuestros corazones.

[El orador eleva los brazos. El foco que le ilumina se cierra más.
El fondo se oscurece. El orador resplandece.
Se oyen gritos de júbilo del público presente].

Oscuro

TELÓN (absoluto)


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