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El otoño se condensa en esta granada mollar. A su vera reposan tres limones satélite, de piel fina y escandalosamente amarillos, una berenjena tan tersa que espejea la luz que, en este momento, inflama la mesa de la cocina, y mi corcho de botella de vino favorito para apoyar en él el móvil y, así, lograr el ángulo perfecto para ver la pantalla de cuyo influjo perverso, ahora mismo, con este bodegón involuntario a la vista, me libero. Solo serán unos segundos. El sol, en su deriva celeste, pronto dejará de poner su foco en el frutero. Aprovecho para devorar, sin pestañeo alguno y casi sin respirar, el color de sangre de cerdo recién acuchillado de la granada, la esencia de santa trinidad cítrica que el hermoso corro de tres limones exuda y el precioso contraste de la berenjena, lisa, reventona y de profundo color morado, con el corcho, troquelada corteza porosa. Inmortalizo, con esta ristra de palabras, una cápsula coral de frutos encantados, un bodegón, como todos, involuntario. Seguiré contando.
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