Palomas

Tinta fina

El edificio era uno de esos  modernos,  o mejor dicho posmodernos, aunque en realidad lo que parecía era una corrala del siglo XVIII con sus pasillos al aire libre  y sus escaleras a la intemperie y unos balcones en los que se podía poner una mesita minúscula y un par de sillitas para tener la impresión de que se disfrutaba de una terraza en la que se podía cenar al fresco a la caída de la tarde en verano y poco más, porque el espacio balconil apenas  permitía tener un par de tiestos con geranios además de los muebles. Hay que decir, de todos modos, que era un edificio fotografiado y visitado por nacionales y foráneos que alababan sus cualidades, pero no intentaban nunca vivir en él.

No se sabe con certeza cuándo comenzó el problema. Una tarde se vio una pareja de palomas apoyada en uno de los balcones y no pasó nada. Después vinieron dos más y al cabo de unos días en muchos rincones del edificio las palomas pasaban las horas muertas, revoloteaban y asustaban a los gatos del vecindario. Más de un gato casi se cae de una ventana intentando cazar una de las aves que, como es natural huyó por alas.

Al principio la presencia de las palomas no llamó excesivamente la atención de los vecinos, pero pronto se hicieron molestas, aunque ellas no, sino sus excrementos que ensuciaban pasillos, escaleras y balcones. Las vecinas protestaban airadamente al administrador que no sabía qué hacer ya que, como él decía, no podía controlar el vuelo de animales libres. Se pusieron carteles por toda la casa conminando a los vecinos a no alimentarlas ni darles agua. Se hicieron reuniones y más reuniones para solventar el problema y nunca se llegaba a ningún resultado práctico, tal vez porque era imposible. En una de las reuniones un vecino dijo que había que comprar una escopeta, en otra que un halcón resolvería el problema, sin pensar que el halcón también tenía la costumbre de defecar en cualquier sitio. Los vecinos comenzaron a sospechar unos de otros por si alguien las alimentaba.

Doña Manolita, una viuda de militar de mal carácter y en general mal vista por los vecinos, asistió a todas las reuniones sin nunca dar su opinión. Nadie sabía nada de su vida ni de sus aficiones, si es que las tenía. Acostumbraba a salir de casa y tomar el autobús cada tres o cuatro días y volvía con unos paquetes de papel de estraza. Al llegar a su casa abría los paquetes y colocaba en el balcón un plato con parte del contenido y un lebrillo de agua.

Las palomas se alimentaban y bebían y estaban a gusto en el balcón de doña Manolita que había puesto unos cuantos geranios ya crecidos para que nadie viera a sus palomas a las que cuidaba con dedicación. Estas hicieron un nido e incubaban los huevos alternativamente unas veces el macho y otras la hembra.  Ella los vigilaba y ponía en el agua de beber unas vitaminas para fortalecer a los futuros pollitos. Cuando calculaba que estaban a punto de romper el huevo esperaba con nerviosismo el acontecimiento.

La rotura del huevo era bastante rápida. Doña Manolita en ese momento abría el balcón, cogía al recién nacido con delicadeza y lo tiraba con fuerza del balcón a la calle donde se espachurraba sin remedio. Después bajaba las escaleras precipitadamente y hacía una foto al cadáver. Repetía la operación con el pollito restante, es sabido que las palomas suelen poner dos huevos, y una vez terminado el reportaje fotográfico subía a su casa y guardaba las fotos en un álbum. Tendría que comprar otro, este ya lo tenía casi lleno.


Más artículos de Montagut M. Cinta

Ver todos los artículos de