Murió la verdad

La rana dorada

Nuestra única esperanza es el apocalipsis.

Marshall McLuhan

El siglo XVIII, mal entendido por proyectarse en él de manera desmedida la pasión ideológica de lo que se ha dado en llamar “progresismo”, en el que poco acertadamente se hace encajar la Ilustración en su conjunto, un fenómeno mucho más complejo de lo que pueda percibirse en la narrativa de quienes la ven como motor de la Revolución francesa y con ello preliminar obligado a nuestros tiempos supuestamente democráticos, se inicia con las primeras noticias sobre la existencia de los vampiros y culmina, antes de la efervescencia revolucionaria parisina, en lo que el Abad Coyer (1707-1872) denominó, en su L’Année merveilleuse ou les hommes-femmes (1754),  “gran metamorfosis”. En ella “los hombres se tomarían por mujeres, y las mujeres por hombres”. La obra del Abad Coyer se publica un año antes del terremoto de Lisboa, episodio brutal atribuido según gustos a la “madre naturaleza” o a la Providencia. Acontecimiento escato-geológico que otorgará auténtico sentido al Siglo, sentido que no puede ser otro (hoy, muy distantes, lo sabemos) que profético y catastrófico.

El Capricho número 35: Le descañona da cuenta de este asunto que inquietaba por entonces a los contemporáneos de la feminización del hombre bajo el dominio de la mujer. Siempre a la manera genial que “Francisco de los Toros” acostumbraba. Nos encontramos en 1798, el mismo año en el que Robertson (1763-1837) estrenaba en París, en la capilla del antiguo convento de capuchinos, su aterrador espectáculo donde traía a la vida a los espectros mediante el sabio uso de espejos y varias linternas mágicas.

He escogido este tema, por lo demás tan carnavalesco, de la ambigüedad sexual porque incluso hoy, vehiculizado por el estado terapéutico y la hibris transhumanista, se ha convertido en parte ineludible del escenario circense donde la imaginación contemporánea despliega lo que no puede ser otra cosa que otro desfile de monstruos. En los que el autor de Saturno devorando a su hijo fue consumado especialista.

El libro que nos va a ocupar, Sondeando el abismo (Casimiro, Madrid 2023), subtitulado Goya y Schopenhauer, está fabricado como el oscuro pájaro núcleo de las peripecias del film de John Huston (1906-1987), El halcón maltés, con la materia misma de la que están hechos los sueños. En él se relata un encuentro ficticio del maestro aragonés, sordo como una tapia y cercano a partir en su último viaje, con el filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860). La causalidad narrativa los quiere en París en el año 1824 para mejor traer a la vida un retrato que jamás existió del filósofo de Gdansk. Ambos, el “pintor filosofo” y el “filosofo de los artistas”, han arrojado la sonda en los abismos de la existencia y no han encontrado otro fondo que el de lo inexplicable.

Luis Peñalver Alhambra, doctor en filosofía, profesor y escritor, nos va instruyendo en este peculiar y fascinante ensayo que liga a dos personajes claves en la emergencia de lo que llamamos “modernidad”, me niego a escribirla con mayúsculas, algo que se viene cayendo desde sus orígenes a finales del siglo XVIII. Siendo la hipertrofia de la representación, iniciada con el siglo, no culminada siquiera ahora en el XXI, el signo de los tiempos. Tanto el movimiento de las pasiones, muchas veces las más oscuras y ocultas, presentes en la obra de Goya (1746-1828) como la consideración de la vida como “sueño de la voluntad”, aportación decisiva del rival de Hegel (1770-1831), constituyen, con su entrelazamiento, el tema de este libro. Schopenhauer, hombre ya de la etapa fotográfica, fue uno primeros lectores europeos reflexivos de las Upanishads.

Es un libro inteligente, nada unilateral en sus posiciones, que exige una lectura atenta. Aunque el autor no termine en modo alguno de convencernos sobre su tesis principal: el parentesco o similitud en el pensamiento de ambos peregrinos. Pesimistas presuntos, sumidos hace tiempo en el sueño eterno. El texto, dotado por lo demás de un extenso aparato gráfico para mejor ilustrar su deriva argumentativa, se lee con gusto e interés impulsándonos a recorrer al filo de su lectura sendas de percepción conceptual originales que aclaran muchas cuestiones de acuciante actualidad.

¿Son los sueños, más aún las pesadillas, los andamios secretos de la razón que se impuso en los siglos XVIII y XIX?

Los 80 Caprichos (1799), los 82 Desastres de la guerra (1810-1815), los 33 grabados de la Tauromaquia (1816), las 14 Pinturas negras (1820-1823) y los 22 grabados al aguafuerte denominados Disparates o Proverbios, inéditos hasta 1864, conforman una parte, quizá la más significativa, de la extensa obra gráfica objeto de la reflexión de Alhambra.

La imagen de la vida como delirante carnaval, trabajada a fondo por Goya, se inserta en la metáfora del mundo como un gran teatro; Cervantes (1547-1616) se mofa de ella, por ser ya un lugar común gastado en su tiempo. Goya era muy aficionado al teatro y tras su enfermedad, cuando quedó completamente sordo, sin duda todo lo que le rodeaba adquirió una contextura abisal y escénica.

Schopenhauer, admirador de la cultura española y traductor entre otros de Baltasar Gracián (1601-1658), enarbola la idea del mundo como representación producto de la voluntad de vivir. Un impulso ciego que descompone y renueva los seres bajo un cielo vacío, privado de la presencia divina. En Goya el movimiento de las pasiones muchas veces aparece determinado por fuerzas oscuras que metamorfosean a los humanos en títeres.

El Diablo, las brujas y lo monstruoso están presentes claramente en bastantes trabajos del aragonés, autor por lo demás de una importante obra religiosa que comienza ahora a volver a ser apreciada por los críticos. Goya fue católico e ilustrado y mucho más patriota que pesimista. Jeannine Baticle en su instructiva biografía, Goya, lo deja bien claro. El pintor aragonés sobrevivió a la guerra contra los franceses sin merma alguna en su honor, como también lo hizo Jovellanos (1744-1811). Renunció a cobrar su sueldo como pintor de cámara durante cinco años, una cantidad por entonces sobresaliente, comprometiéndose con el monarca usurpador lo mínimo para que los invasores no confiscasen sus propiedades y las de sus familiares. Goya fue un ilustrado, cierto, pero nunca un jacobino. Goya no fue republicano, ni nada parecido, su anticlericalismo era el normal en la España del siglo XVIII más aun en el espacio cortesano en el que se movía. La vieja España no era, a pesar de estar gobernada por una dinastía francesa, tan similar como muchos querrían a la Francia del Antiguo Régimen.

Si bien es cierto que la comprensión de una producción artística, ya escoger “producción” en lugar de “creación” es una toma de postura, no puede quedar al margen de la filosofía, resulta necesario distinguir, más durante una época como aquella aún civilizada, al artista del filósofo. Hoy es difícil porque ambas profesiones son prácticamente equiparables a las del publicista o el periodista, respectivamente. Hoy no son el dolor, el sueño o la locura lo que suspenden lo real sino los fármacos impartidos por la Sanidad o los entornos digitales en los que vive ensimismado la casi totalidad del ganado humano.

No vamos a sustituir la lectura de un libro, por lo demás de lectura recomendable, con más disquisiciones que seguramente se harán, haciendo cada vez más plúmbeas conforme avanza en su lectura el interesado, recalcar no obstante la valentía e inteligencia del autor que culmina su obra con un excelente capítulo sobre la Tauromaquia de Goya. Donde en cierto modo dinamita sus propuestas de similitud, en el sentir esencial hacia la vida, de ambos autores: sus pesimismos. Goya fue un hombre intensamente vitalista que experimentó una grave quiebra existencial con la sordera (1793) que le acompañará ya hasta la tumba, entre otras razones porque le impidió practicar lo que era un componente sustantivo de su manera de estar en el mundo: la caza. Era también un decidido aficionado a los toros lo cual choca a los académicos del siglo XXI que tratan de salvar los muebles atribuyéndole una actitud animalista, vocablo infecto, que jamás compartió ni pudo compartir. Alhambra reconoce esto en su magistral capítulo.

Goya fue mujeriego, taurómaco, patriota y cazador, no caminó nunca a cuatro patas como hacen los funcionarios oficiosos del Ministerio de la Estética Dominante que también se quiere Ética. Pero todo esto es inevitable en la etapa de la mascotización del orbe. Cotejemos los perros de Goya y Schopenhauer: el canito que emerge del sinsentido y el horror, pintado en la Quinta del Sordo, y el perro de aguas de Schopenhauer (Atma).

Goya amó, no sólo una, muchas veces, pero no sucumbió al amor. Estuvo siempre más cerca de Sileno que de Werther… Perdió la cabeza, ya cadáver, pero en vida conservó siempre, a pesar de los efectos especiales que implica el humano existir, la más consistente y lúcida verticalidad.
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Bibliografía:

Jeannine Baticle: Goya. Biblioteca ABC, Ediciones Folio 2004.

Luis Peñalver Alhambra: Sondeando el abismo. Casimiro, Madrid 2023.

Victor I. Stoichita y Ana María Coderch: El último carnaval. Ediciones Siruela, Madrid 2000.


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