Ispera

Sin timón y en el delirio


El almirante se detuvo antes de salir por la puerta principal de la casa de Ispera. A la derecha, en una pequeña mesa de madera, yacía un pequeño ramillete de rosas secas. Cogió una de las rosas, sintiéndose observado desde el otro extremo del recibidor por la propia Ispera. Cerró el puño con la fuerza de un amargo recuerdo, con lo que la rosa quedó reducida a polvo seco, y se fue de la casa para no volver.

Dos semanas antes, el almirante había bajado la pasarela del La Belle Claire, su buque, atracado en el muelle del pequeño pueblo de Petikos. Sonrió al desembarcar en un día soleado de finales de abril, veteado de un par de tímidos hilos de nube. La primera parada en Petikos fue la taberna, donde poco después del crepúsculo varias mesas ya estaban llenas de descargadores del puerto, ciudadanos ociosos y marineros desocupados.

El almirante se tomó dos aguardientes, reclinado contra la barra con su ademán de almirante, su mirada de almirante y su uniforme de almirante. Se le acercó un aspirante de grumete, al que le adivinó el pensamiento antes de que el muchacho tuviera tiempo de preguntarle si estaba buscando una mujer. El almirante sonrió por debajo de su escueto bigote. No, no estaba buscando una mujer. No una mujer cualquiera. El muchacho, ahora más hombre que niño, comprendió. Entonces quizá le interesaría conocer a la señorita Ispera. No debía tener más de treinta años, era pintora y vivía en un caserón de paredes blancas y ventanas azules en la cima del acantilado. El almirante no ocultó una amplia sonrisa. Pintora. Sola. La idea le deleitó más que el tercer aguardiente.

Compró un ramillete de rosas en el carrito de una anciana que encontró en las afueras, de camino al caserón del acantilado. Rosas frescas. Tres gaviotas de vuelo estático parecieron acompañarle hasta el caserón, presentado por un buzón de madera blanca con un nombre escrito con letras azules. Ispera. Ni apellidos ni más señas. Sólo Ispera. El almirante se acercó a la entrada y llamó, escondiendo el ramillete en la espalda como preparando un dulce apuñalamiento. La puerta cedió, derrotada por sus nudillos, y descubrió un recibidor formidable, invadidas las paredes por el color.


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