Una bomba nuclear en el corazón

Cruzando los límites


Vivo en una ciudad donde abunda la gente guapa. Hace unos meses, un premiado cineasta filmaba en una calle de Barcelona, con muchos figurantes. La cámara retrocedía por la acera, mostrando de frente a los transeúntes. Todas las chicas eran preciosas, y de todos los colores, rubias, pelirrojas, morenas. Una africana despampanante abría la marcha. Era una de las protagonistas, los demás éramos comparsas, gente de fondo que nadie tenía que mirar, como el trasfondo de un cuadro de la Virgen con un árbol lejano que no pertenece a ese paisaje o como una película de romanos en la que, hasta el cuarto visionado, no te fijas en el reloj de pulsera que lleva uno de los soldados.

Lo único que teníamos que hacer era no mirar a la cámara, así que yo miraba al suelo. Pensaba en esas películas tan valoradas en las que no puedes evitar imaginar al equipo técnico, mientras el director grita, afónico: «No miréis a la cámara», «Lo repetiréis una y otra vez, hasta que parezca espontáneo», hasta las ciento veintisiete veces que hicieron llorar de verdad a Shelley Duval en El resplandor, de Kubrick, o el centenar de veces que Toni Curtis tuvo que besar a Marilyn Monroe en Con faldas y a lo loco para contentar a Billy Wilder.

Y todos volvemos a nuestros puestos en la calle, veinte metros más atrás, y pienso en La noche americana, de Truffaut: «Que salga el hombre de los helados, ahora el que lleva una escalera, y luego los demás transeúntes», y me pongo a caminar, con los pies hacia dentro, como me enseñó mi mamá, y noto que las tetas andan sueltas, así que, me obligo a caminar como si llevara un libro sobre la cabeza, a la manera de Audrey Hepburn, mientras el cámara retrocede sobre un armatoste con ruedas cuya grúa se eleva para filmar a toda la concurrencia, incluidos los perros y la ambulancia de los bomberos que hay en la otra manzana. «No mires, no mires al pájaro o nos harán volver atrás una vez más.»

Me llaman dos días después. Que el director se ha puesto con el montaje, y en la escena en que todo el mundo tenía que mirar a la protagonista, guapa de los cojones, y querérsela comer, ¿qué ha pasado? Que todo el mundo me mira a mí, como si la Virgen María apareciera en un encuadre detrás de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, cuando golpea la mesa y grita: «No vuelvas nunca a insultarme de esa forma». Y ya nadie piensa en ese idiota machista que va a recibir el Óscar por hacer de gilipollas mejor que nadie.

Entonces me acuerdo de mi vida, de que me llamaban la más fea en el colegio, de que nunca me dejaban participar en los juegos de los demás, y yo me quedaba en un rincón pensando que estaba gorda, que era demasiado alta, que tenía las piernas demasiado largas, y me deprimía, porque no sabía cómo poner fin a aquella decepción.

Tenía una hermana, guapa, que con trece años ya salía con chicos. Me lo explicaba todo. Así empecé a conocer a los hombres y sus necesidades. Pero nunca nadie se acercaba a mí, ni me pidieron salir, ni querían que los tocara.

El director estaba rabioso, la escena había costado una fortuna, yo misma había cobrado doscientos euros por dos horas de trabajo, y había un centenar de extras. Se preguntaba cómo darle la vuelta a la escena y que pasara a formar parte del argumento. Pero arruinaría la película, todo el mundo estaría pendiente de mi aparición, joder, a mi lado la protagonista parecería el perrito que se cuela en una escena, como ese que aparece en Las meninas de Velázquez y que solo lo miran los que tienen uno igual.

Un día, cuando tenía dieciséis, mi padre, borracho, me dio una hostia y me puso un ojo morado. Me recriminaba no tener amigos y que, por mi culpa, mi hermana se tiraba a medio barrio. Todos los tíos iban detrás de ella, ¿y por qué? Porque no podían tenerme a mí. Yo no entendía nada. Me puse un antifaz para ocultar el ojo y fue la primera vez que unos chicos me cortejaron en la discoteca. Me colocaron drogas en la bebida y me llevaron a los lavabos para que les hiciera una paja. No sé si eso puede llamarse contacto con la realidad. Entonces descubrí que había dos mundos: uno falso, en el que vivía yo, donde la realidad es como deslizarse por una pista de hielo que lleva irremisiblemente a un gélido agujero negro, y otro verdadero, más cálido, en el que adquieren sentido las emociones. Yo las tenía menguadas, acostumbrada a los tortazos de mi padre y a que nadie me hiciera caso, y de pronto saltaban allí, con el esperma de los muchachos, como si un asteroide se hubiera estrellado contra la nave en la que viajaba congelada. De pronto, me despierto y me veo obligada a aterrizar en un planeta desconocido, el miedo me hace recuperar la razón, me arranco los trozos de metralla que me mantenían atrapada en el coma y renazco como lo que parecía ser, ¿una puta tal vez? Hasta que me quito el antifaz y todos se apartan de nuevo. Cuando, con dieciocho, participo en la película, nadie se ha atrevido todavía con mi cuerpo, pero en los foros mis manos se han viralizado.

El director, que tiene novio, me mira de arriba abajo, pone cara de asco, no sabe qué ven en mí, aparte de que soy abrumadoramente guapa, y me invita a irme a vivir a su gran casa, ahora que soy mayor de edad, una casa por la que desfilan personas que viven vidas extrañas, que han decidido no reproducirse, pero sí cambiar de sexo o unirse al mismo sexo. Dicen que el mundo es un lugar lleno de dinosaurios cuyo único objetivo es poner huevos y seguir poblando el planeta con su descendencia. Si yo entraba a formar parte de su mundo, tenía que deshacerme de los ovarios.

Tomé la decisión con diecinueve años. Se lo dije a mi padre. Me dio otra de esas hostias que me obligan a llevar una máscara, pero esta vez no fui a la discoteca, sino a una de esas fiestas que organizaba el director de cine con sus amigos, donde me estrené con una de esas sustancias prohibidas que llaman ‘El Espíritu de Dios’. Por la noche, fue como si me hubieran arrancado toda la piel y me la hubieran vuelto a colocar después de dejar un rastro de sangre interminable, como si después de tomar aquella poción una bomba nuclear hubiera estallado en mi corazón, me hubiera reventado las neuronas, provocando emociones como supernovas que crean estrellas y planetas, tan profundas que atraviesan la tierra y salen por el otro extremo levantando el Himalaya, un amor tan hiriente y delicado como la hoja de papel que corta el ojo y la sensación de que mi cuerpo se había desmembrado como una flor cuyos pétalos salen volando cuando sopla el viento en un lugar maravilloso.