Mari Pili

Tinta fina


La incertidumbre. El no saber. La duda permanente mientras el humo del cigarrillo que sostiene con la mano derecha, entre los dedos corazón e índice, sube vertical y se deshace antes de llegar al techo.

Ella no fumaba antes. Tampoco recordaba ese antes con demasiados detalles, pero sabía, tenía la certeza de que había habido un antes hecho de risas, de paseos, de inconsciencia. Pero ese antes se había ido difuminando poco a poco, día tras día como se difumina el humo del cigarrillo antes de llegar al techo.

Lo primero que se difuminó, de eso estaba segura a pesar de esa duda permanente que le asaltaba a cada momento, fue el rostro de Mari Pili. Ahora no podría decir quién era, o, mejor dicho, quién fue Mari Pili.  No, eso sí lo sabía. Mari Pili fue su mejor amiga en el colegio. Jugaban a la comba con las compañeras y según las estaciones, a los bonis.

De lo que no se acordaba era de su rostro, de sus facciones. Vagamente creía recordar que era rubia. Sí, era rubia lo que en aquellos tiempos constituía una rareza. No como ahora que es posible encontrar a cada momento niñas o señoras rubias, y siempre individuos de sexo femenino porque hombres rubios apenas hay.

Mari Pili era sólo un ejemplo de cómo las cosas de antes se iban escurriendo por una especie de pendiente brumosa, inconcreta, desdibujada y se iban agolpando formando una especie de magma en su memoria. Magma que de tanto hervir se iba consumiendo y agotando y en el que había cosas que se perdían para siempre.

Otra cosa que se le había perdido era el nombre y la cara del chico que conoció en Cercedilla aquel verano que sus padres decidieron por primera vez pasar las vacaciones fuera.

Las vacaciones sí las recordaba. Aunque no, lo que recordaba con una exactitud pasmosa fueron los preparativos del viaje. Los bultos y las maletas que su madre se pasó toda la tarde preparando mientras ella y su hermana jugaban en la calle con sus amigas y les hablaban excitadas de sus próximas, inminentes vacaciones. También recordaba el tren de cercanías que los llevó a la sierra.

Del primer noviete no recordaba nada más que su cara pinchaba cuando la restregaba contra la suya y que tenía unas manos que nunca se quedaban fijas en un punto. Eran algo así como un perpetuum mobile .

Se levantó del sofá y se sirvió una copa de un licor cuya botella estaba oculta al fondo de la despensa detrás de los paquetes de alubias y garbanzos y de las latas de sardinas. La guardó de nuevo en su lugar y volvió a sentarse después de haber alisado el tapete de encaje de bolillos que protegía el respaldo del roce de las cabezas. En los brazos del sofá y de los dos sillones que formaban el tresillo había también otros tapetes de protección, pero esos no los alisó porque no hacía falta.

El cigarrillo se consumía lentamente. Mientras había ido a la despensa lo había dejado reposar en un cenicero en forma de concha en el que se leía “Recuerdo de Santiago de Compostela”.

Después un vacío en el recuerdo hasta Juan. Era alto, desgarbado y con la barba no demasiado bien rasurada. Llevaba una gabardina de color indefinido, entre beige y gris, y trabajaba en una oficina de patentes. Lo conoció en un guateque en casa de su prima Luisa y le dio pena porque nadie quería bailar con él por lo patoso que era y los pisotones tremendos que daba. Cuando Juan le pidió un baile no supo decir que no.

A los dos años se casaron. Ella no quería casarse por la iglesia, pero su padre, aunque republicano y anticlerical, le dijo que o se casaba como Dios manda o no había nada que hacer. La madre de Juan empleó otros argumentos y el resultado fue una boda en la ermita del santo y un convite con tarta y vals en un local especializado.

Apagó el cigarrillo y tomó un sorbo de licor del vaso de duralex que había apoyado en la mesita baja en la que también estaba el cenicero.

Otra vez la duda. Volvió de nuevo a la despensa, pero esta vez no buscó la botella escondida detrás de las latas de sardinas, sino que tomó un paquete de unos doscientos gramos y comprobó el peso del contenido: unos cien gramos más o menos. Lo cerró bien y lo volvió a dejar en su lugar. Después abrió el cajón de la mesa de la cocina y de entre los cubiertos, abridores de botellas, un tubo con pomada para las quemaduras, unos trozos de bramante y una cinta métrica, sacó una caja de metal en la que se leía “Pastillas Juanola”. Comprobó su contenido y la volvió a dejar en su sitio.

Todavía faltaban un par de horas para que su marido volviera de la oficina así que volvió a sentarse y se llevó de nuevo el vaso a los labios.

El viaje de novios a Mallorca fue muy bonito. Juan le compró un collar de perlas Majórica de una sola vuelta y ella a él unos zapatos marrones con unas hebillas algo llamativas.

A su debido tiempo nació el niño y Juan le regaló una pulsera como manda la tradición. Después vinieron las noches de claro en claro, los biberones, el sarampión, las vacunas pertinentes y la niña. Ya tenían la parejita y aunque tuvieron que volver a empezar con los biberones, los pañales y los sobresaltos nocturnos, se podía decir que eran felices, o al menos eso era lo que pensaban las respectivas suegras.

A medida que los niños iban creciendo y que Juan iba ascendiendo lentamente en el trabajo ella se iba encontrando cada vez más encerrada en un mundo sin memoria. Los días se iban sucediendo sin diferenciarse los unos de los otros de modo que poco a poco empezó a tener dificultades para ubicar correctamente los acontecimientos. Notaba que su vida se iba poco a poco difuminando como si al pasar las horas alguien detrás de ella fuera barriendo el tiempo pasado y con él los recuerdos. Sólo quedaba ese polvo que la escoba no acababa de recoger en los rincones. En ese polvo quedaron los recuerdos de los proyectos infantiles, la colección de cromos de los chocolates Nestlé, los nombres de algunas amigas, como Mari Pili, por ejemplo, y poco más

Y ahora estaba allí sentada en el sofá fumando un cigarrillo y bebiendo una copa de licor a sorbitos. Ya había pasado el aspirador, hecho el baño y encargado por teléfono el pedido al súper.

Primero se casó el chico con una secretaria de la oficina donde trabajaba. Era una chica formal y modosa. El día que la conoció le dio un vuelco el corazón, era un retrato de ella misma a su misma edad. El día de la boda lloró como una descosida, no sabía muy bien si porque se le iba de casa el niño de sus ojos o porque se veía reflejada en esa novia modosita y algo boba.

Después la niña decidió irse a vivir con su novio a Almería donde él tenía un negocio de invernaderos en los que cultivaba pimientos para la exportación. La niña estudió Filosofía y Letras y ella no podía comprender esa relación con un novio que cultivaba pimientos. A lo mejor era feliz en ese mundo poblado de plástico y verduras primerizas. Al fin y al cabo, la felicidad es una idea que nadie ha sabido explicar.

Se le clavaba el sostén en el sobaco por lo que se acomodó la prenda con las dos manos y cambió de postura.

Abrió una revista en cuya portada una actriz de moda declaraba a grandes titulares que ella los prefería rubios. La hojeó distraída y miró el reloj. Ya era la una y media pero no había prisa. Juan salía a las tres y con empezar la comida a las dos tenía tiempo de sobra. En ese momento le asaltó de nuevo la incertidumbre, la duda. ¿Estaría utilizando la dosis correcta? Ya hacía unos quince días que había empezado y todavía nada. En fin, lo mejor era no desesperar y sobre todo ser perseverante.

A las tres y veinte oyó, como cada día, el ruido de la puerta y el saludo de Juan desde el recibidor.

Comieron. Ella fregó los platos. Juan se durmió en el sofá leyendo un diario deportivo. Un paseo, la cafetería de siempre donde tomaron café con leche. Cena ligera y a la cama.

Al entierro asistieron todos los empleados de la oficina y hasta del consejo de administración enviaron una corona. Su hija acudió desde Almería sin su novio porque los pimientos estaban a punto de madurar y no era cosa de dejarlos solos. El chico la sostuvo durante toda la ceremonia.

Al volver a casa y después de que las visitas y sus hijos la dejaran por fin sola fue a la despensa a buscar la botella que escondía tras las latas de sardinas y la dejó en la mesita baja de cristal, tomó un vaso del estante, encendió un cigarrillo, se descalzó y puso los pies en la mesita después de haberse servido una generosa copa de licor. Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y contempló cómo el humo del cigarrillo se difuminaba antes de llegar al techo.

Ya no dudaba, ya no tenía la misma sensación de incertidumbre de los dos meses anteriores. Ahora ya sabía que con doscientos gramos de polvo de cristal y diez pastillas de arsénico era suficiente.

Puso el televisor en marcha con el mando a distancia, se desabrochó con un gesto rápido el sostén que en esa postura se le clavaba en el sobaco, se arrellanó cómoda y se dispuso a ver la película. Esa noche daban El Fugitivo.


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