ACTO I
Interior noche. Salón de una vivienda de clase media.
—¿Quién es usted?
—Yo soy tú.
—¡Qué tonterías dice! ¡Haga el favor de salir de mi casa ahora mismo! ¿Por dónde ha entrado?
—No he entrado. Siempre estaré aquí. Parece que nunca te has dado cuenta de mi presencia hasta ahora… Y llámame de tú, que soy tú.
—No sé qué está diciendo. Le repito… ¡Te repito que te vayas de mi casa o llamaré a la policía!
—Y yo te digo que no puedo salir de aquí. Es mi espacio. Tu espacio. Te insisto en que estaré siempre aquí.
—Y yo te repito que voy a llamar a la policía.
—Hazlo, si eso te hace sentir más tranquilo. No es necesario que te enfades, ni que te asustes. No podemos hacernos daño entre nosotros porque somos el mismo ser.
—¡Qué mismo ser ni qué ocho cuartos! No sé qué tonterías estás diciendo… O sales de aquí inmediatamente o llamo a la policía.
—Llama, llama… Cuando lleguen aquí no van a entenderte. Para ellos estarás tú solo, a mí no podrán verme. Y les dirás… ¿qué les dirás?
—¿Que qué voy a…? ¿Por qué vas vestido igual que yo? ¿Cómo has podido saber cómo es la ropa que uso dentro de casa?
—Nos vemos todos los días y siempre vestimos igual. Aunque parece que hasta hoy no has podido verme. Y lo de todos los días… para mí es un concepto ajeno que tú sí entiendes bien.
—No sé qué dices. No te he visto nunca. No…
—Fíjate bien en mí. ¿No te resulta familiar mi cara, mi gesto, mi aspecto?
—Nos parecemos, sí.
—No solo eso. Somos iguales. Aunque iguales no sea la palabra adecuada. Iguales o muy parecidos son los gemelos. Nosotros no lo somos. Realmente, somos el mismo. Tú y yo somos uno solo: tú.
—¿Acaso he sufrido un desdoblamiento?
—No, tranquilo, no te ha pasado nada. Sigues siendo el mismo de siempre, con tu identidad, tu carácter, tu aspecto y tus costumbres. Tan solo has desarrollado la capacidad de verme. Pero mi presencia aquí no es nueva y que me veas nada cambia en tu vida. No soy un desdoblamiento de ti. Te repito: ambos somos tú.
—Pero eso no tiene ningún sentido. Es cierto que nos parecemos. Pero no tanto. No sé, no parecemos iguales del todo…
—Lo somos. Pero lo que hasta ahora has visto de ti mismo es tu reflejo en los espejos, que te devuelve la imagen invertida, con tu izquierda a la derecha en el reflejo y al revés. Yo, tú, no somos reflejos de un espejo. Esa es la razón por la que no te identificas al completo con mi imagen.
—No entiendo nada. ¿Por qué veo un duplicado de mí mismo?
—Que no somos duplicados. Ni yo, tuyo; ni tú, mío. Somos el mismo ser. Sé que no resulta fácil entenderlo. Tampoco sé bien por qué tienes la capacidad, muy rara, de verme. Para que lo entiendas: todos los seres vivos tienen esto que tú llamas duplicado. Que no lo es. Lo extraordinario es que, como tú, haya quien sea capaz de verlo. De ver esta aparente duplicidad que yo puedo parecer, quiero decir.
—Tendré poderes…
—Quizás. No te rías. Hay individuos que, por una razón u otra, tienen algunos sentidos más desarrollados o sensibles que la media. Los hay, incluso, que los tienen tan extraordinariamente distorsionados que, como habrás oído alguna vez, son capaces de mover objetos a distancia o de presentir el futuro más inmediato, o, como tú, de descubrirte a ti mismo.
—Descubrirme a mí mismo. Sigo sin comprender nada de nada.
—Pero ya no llamas a la policía.
—Me puede más la curiosidad que el miedo.
—Puede que tengas, que tengamos, una mutación genética que nos permita vernos. Así es la historia de la evolución. Quizás hayamos nacido con una diferencia anómala que nos aporta esta sensibilidad especial para observarnos uno al otro. Incluso para que podamos charlar.
—Pero entonces ¿quién eres? ¿Un ectoplasma? De pequeños nos hablaban de un ángel que nos acompaña siempre, pero te aviso que no creo en ello.
—No soy ningún ángel de la guarda. Ni ninguna aparición ectoplasmática, sea lo que sea eso, de esas que les gusta promocionar a los programas sobre misterios que tanto disfrutan especulando sobre lo que no pueden entender por puro desconocimiento. Podrías contribuir a ello si fueses a algún programa de esos y hablases de nuestro mutuo contacto. Sin embargo, te recomiendo que no lo hagas. Lo que nos sucede es natural y hablar de ello sería convertirlo en algo, no sé, mitológico, cuasi divino, que no merece la pena.
—¿Natural es que yo me vea a mí mismo sentado frente a mí en el salón de mi casa?
—Siempre estoy aquí contigo. Solo que ahora puedes verme. Este es mi lugar tanto como es tuyo. Porque somos el mismo.
Oscuro
ACTO II
Mismo espacio. Pasada la medianoche. Poca iluminación.
—Si yo hago un movimiento con la mano, ¿lo haces tú también? O si me tiro por el balcón ¿también te tiras tú?
—No necesito imitar tus acciones, aunque te aviso de que, si tú te tiras por el balcón, lo más probable es que mueras y, entonces, sí que sucederá ese desdoblamiento del que tanto hablas. Tú desaparecerás y yo permaneceré siempre aquí como testimonio invisible de lo que fuiste.
—¿Cómo un fantasma?
—Si así te gusta pensarlo, me vale. Pero no es exactamente lo que entendéis por fantasma. No me voy a aparecer a nadie, ni llevaré cadenas arrastrando, ni me sentiré presa de una eterna condena. De hecho, el tiempo, tal y como lo entendéis, desaparecerá y mi estado será multitemporal. Seguiré siendo tú, en toda tu historia… pero sin ti.
—A ver, a ver, que no lo entiendo bien. Dices que seguirás siendo yo en toda mi historia. Hasta hoy, nunca he sabido de ti. Llevo viviendo más de cuarenta años, según mis cálculos, según los cálculos humanos, quiero decir. ¿Por qué no te he visto hasta hoy? ¿Por qué no te apareces con mi aspecto de hace, no sé, 20, 30 años, por ejemplo?
—Ya te digo que soy tú y no puedo ser más que como tú eres, aunque acumulo todos los que has sido y siempre seré todos los que fuiste y serás hasta que dejes de existir.
—¿Bebes algo? ¿Comes acaso? Yo me voy a poner una copa. Si te apetece, estás invitado. ¡Joder! Es absurdo. Estoy invitando a una copa al que será mi recuerdo, invisible, cuando yo muera. ¡No lo puedo creer!
—Gracias por el ofrecimiento. Pero no bebo, no como, no necesito más que acumular tus experiencias para cambiar. Digamos que me alimento de ti, de tus vivencias, de tu vida que, al tiempo que te nutren y sustentan y te hacen crecer, lo hacen también conmigo.
—Pareces entonces un acumulador de experiencias, de las mías, más concretamente… O un parásito.
—Da igual cómo quieras definirlo. Realmente, no soy más que tú.
—Ya, ya, eso creo que estoy captándolo. ¡Uf! ¡Qué bueno está este güisqui! ¿Seguro que no quieres? ¡Ah! Perdona, ya me has dicho que no bebes.
—Todo lo que tú bebas.
—Pues creo que esta noche te vas a emborrachar.
—Nada puedo hacer por evitarlo…
—¿No deberías advertirme de lo malo que es el alcohol para mi salud? Yo lo pienso a menudo y, ya que estás aquí y puedo verte y podemos comunicarnos, aprovechemos para darnos consejitos…
—¿Quieres beber? Hazlo. Tan solo soy, como dices, un receptáculo de vivencias y no puedo hacer nada para modificar tu voluntad. Es esa voluntad, sea fuerte o débil según los estándares de tu sociedad, la que configura mi existencia.
—¡Caramba! Me estás poniendo a caldo.
—No soy yo quien dice esas cosas, sino tú mismo.
—Creo que te estoy cogiendo manía.
—Analiza esa frase.
—Sujeto, verbo, predicado… ¡Bah! Déjalo. Estoy bromeando. Si eres yo mismo, sería como tirar piedras contra mi propio tejado.
—Sabes que eso es muy común en los seres humanos.
—En los humanos… Antes dijiste que el resto de seres vivos también tienen este… receptáculo de recuerdos, como lo eres tú de mí.
—No exactamente igual. Aunque parece que hay otras especies con esa facultad, los humanos tenemos la capacidad de acumular recuerdos y de proyectar deseos más allá de nuestras funciones puramente biológicas. Y así lo demuestran, lo demuestras tú también, a través de la palabra, del arte o del sexo.
—¿Del sexo?
—Sí, también del sexo. Más allá de las obligaciones que la naturaleza nos inculca, o sea, nacer, crecer, reproducirnos y desaparecer, igual que a cualquier ente vivo, sea cual sea su entorno, contexto o habilidades, en el ser humano la palabra se convierte en algo que trasciende la comunicación de lo perentorio o lo necesario, como el aviso de alimento o de peligro.
» Con la palabra convertimos deseos y recuerdos en algo abstracto que desborda la propia identidad personal y transmite emociones a otros que pueden modificar su existencia.
» Con el arte pasa algo parecido. Hay especies que adornan su entorno o a sí mismos con un fin determinado, generalmente por motivos defensivos o para atraer al sexo contrario y lograr perpetuar sus genes. Los humanos sobrepasamos esa facultad y adornamos nuestro entorno con aparentes inutilidades, que no tienen más función que la de producirnos satisfacción, placer o, una vez más, emociones.
—Y el sexo…
—A eso voy. Es placer, ni más ni menos. Y es ajeno a la función biológica de reproducirse. No necesitamos buscar descendencia ni perpetuar nuestra genética para disfrutar con el coito y todo lo que rodea el sexo como tal. Eso nos distingue. Sexo sin otra motivación que la del disfrute, que no es poco.
—Me confieso plenamente humano. Grábalo en tus discos duros y cuando yo no exista, si quieres, se lo puedes contar a los demás.
—No es necesario que me lo digas, lo sé. Quizás esa sea la otra facultad distintiva de los humanos: la trascendencia. Sabes que vas a desaparecer en algún momento y trabajas por postergar ese instante y, al tiempo, por dejar memoria de que exististe.
—Me voy a poner otra copa. Una cosa más, antes de que el alcohol haga que me dé lo mismo que estés aquí o no. ¿Todos tenemos un sosias como tú, sea cual sea su edad?
—Si yo soy tu sosias, tú lo eres mío, no lo olvides. Y sí, todos, todos sin excepción alimentan su, digamos, proyección con las experiencias que viven, el aprendizaje y los deseos que surgen de todo ello. Cada uno o una tiene el suyo particular, único o única como él o ella.
—¿Puedes ver esas proyecciones de los demás?
—No.
—Eso es triste. El día que yo muera, estarás solo para siempre.
—Siempre es una palabra que dejará de tener sentido. Simplemente seré.
—Sin mí.
—Con todo lo que has vivido, aprendido, sufrido, reído, peleado, llorado…
—Habrá, sin embargo, personas que me recuerden cuando yo ya no viva. Eso me mantiene real.
—Veo que vas entendiendo.
—Entonces tú, que no eres un fantasma, ni un ectoplasma, ni un monstruo de ningún tipo de cielo o infierno…
—Bien; completa la frase. Atrévete a decirlo.
—…eres mi…
—Exacto.
—…mi memoria…
—La memoria.
—Voy a ponerme otra copa.
Oscuro
TELÓN