“¡Apriete usted algo más, Nicanor!”, me exige el Jefe tras la vuelta de las vacaciones. “¡Que los autores renueven su compromiso con la Charca! ¡Que se esfuercen para mejorar la calidad de sus textos!”.
El Jefe anda revuelto. Durante el periodo estival ha tenido que lidiar con algunos críticos que le acusaban de promocionar literatura de bajo consumo: historias que no interesan a nadie, opiniones de usar y tirar, poemas carentes de lirismo. “¡La Charca somos todos!”, se defiende el Jefe a voz en grito, adoptando una actitud corporativa que le honra pero en la que no cree. “No podemos continuar justificando lo injustificable. Menos humor negro, menos ciencia ficción, menos ocurrencias de tres al cuarto y más Borges, Henry James o Jorge Guillén. La Charca necesita una vuelta de tuerca que incremente su calidad. ¡Contrate a esos grandes escritores!”.
No puedo sino encogerme de hombros ante las exigencias del Jefe. El pobre hombre acumula años, ignorancia y un par de prótesis de cadera que le obligan a caminar con dificultad. Se dirige cojitranco, candelabro en mano, hacia su despacho. Una tupida cortina de terciopelo negro marca el límite de sus aposentos. Antes de desaparecer tras la cortina, repite su cantinela: “Exija a nuestros colaboradores que afinen sus ideas y mejoren la expresión. ¡Que hagan un curso de escritura, si es necesario! ¡Que utilicen un diccionario de sinónimos! ¡Necesitamos una Charca más literaria y menos fangosa!”.
Me aproximo a la cortina para continuar hablando. No sé si me escucha, pero le explico que saber juntar palabras no está al alcance de cualquiera. Con palabras se construyeron la Biblioteca de Babel, las novelas de Henry James y la poesía de Guillén, aunque sacrificando la comprensión del texto al supremo valor del artificio literario. En mi opinión un texto debe alcanzar a todo tipo de luces, lucir y ser potable.
“Le aseguro que sin estímulo –o sin amenaza, si lo prefiere- no resultará fácil mantener la potabilidad de la Charca”, concluye el Jefe desde detrás de la cortina.
Entonces trato de explicarle que, al fin y al cabo, no somos sino un modesto grupo de gente al que le gusta escribir y ser leído. Y le recuerdo que no es exclusivo del arte literario hundir sus raíces en el lenguaje. También las notas de prensa, las esquelas fúnebres, las frases publicitarias, las críticas de cine, las convocatorias de reuniones de vecinos y las cartas de amor tienen su corazoncito. ¿Qué deberíamos hacer con ellas? ¿Discriminarlas porque no alcanzan la sublime belleza del arte literario? ¿Acaso no han demostrado sobradamente su capacidad de hacerse comprender sin artificios?
Pero hace rato que el Jefe no me escucha. Desde el otro lado de la cortina oigo el murmullo de quien se aclara la voz haciendo gárgaras. Cuando termina (o concluye, acaba, finaliza, ultima, remata, liquida o agota su acción), me ordena: “Aquí hace falta una vuelta de tuerca, Nicanor. Apriete a esos tipos y que sigan escribiendo. ¡Pero que lo hagan bien de una puta vez!”. Todo sea por el arte literario.