Creo que fue Ferrater Mora en sus reflexiones integracionistas, en su extraordinario e ilusionado «monismo sui generis», que aseguraba que la utopía es una razón para luchar.
La utopía es un estímulo a la acción. Sí, una movilización por un objetivo difícil de conseguir, un deseo casi siempre inalcanzable, y es, por lo tanto, una forma “chic” de perder el tiempo. La utopía es angustia y desgaste permanente puestos al servicio de un “no sé qué”.
Se necesitan grandes dosis de fe y un anhelo de justificación de esa fe para continuar subidos al gran tiovivo de la ingenuidad, donde giran, con los caballitos y el coche de los bomberos, las ilusiones, las quimeras, las fábulas, las alucinaciones, las fantasías y los sueños y, así, todos juntos van dando vueltas para divertir a los niños.
Más que mover montañas, lo que hace la fe es erosionarlas. Desgastar las moles más compactas sin moverlas de sitio. La fe desgasta la razón y el juicio, sirve para contemplar el panorama sin hacer preguntas y para ir admitiéndolo todo sin decir ni pío. La fe es una ensoñación que inhibe toda capacidad de crítica.
Con lo dicho me refiero a la fe humana. No hablo de la fe divina ni de las supersticiones, que estas no las alcanzo a comprender, como no alcanzo a comprender el amor de los efebos o la música americana.
Todos tenemos nuestras limitaciones.
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