El beso

Cruzando los límites

—Dame un beso, cariño.

El hombre volvió la cabeza hacia ella. Sin otra opción que obedecer, cerró los ojos y proyectó los labios, rodeados de una espesa barba blanquecina. Iba vestido como un señorito de otra época. Ella prolongó sus labios finos, arrugados, de boca desdentada, y picoteó la boca de él como si su avance fuera una tentativa de beso, carne contra carne, sin separar los labios, solo para no saberse sola, sin ánimo de obtener ya el mínimo placer.

Detrás de ellos, a través del ventanal, las estrellas parecían retirarse, compungidas. Bordeaban el agujero negro del centro de la galaxia, en un viaje hacia atrás en el tiempo que debía devolverlos a sus orígenes y a la muerte.

Al hombre ya no le quedaban ideas, solo quería que un día fuera igual a otro en aquella megalópolis de los últimos días, en una estación orbital con setenta millones de individuos, y quería poner punto final. Ella estaba locamente enamorada, era un desperdicio humano que había tenido todos los vicios, fue prostituta en los primeros tiempos de la estación, cuando solo había trabajadores desahuciados, y adicta a todo tipo de sustancias, y había conocido al señorito después de la iluminación, el día del bautismo generalizado, cuando todos tuvieron que aceptar que había un ser superior y tenían un destino que solo él podía conocer.

Fue él quien le explicó después, una y otra vez, que Dios sí juega a los dados, que los tira por cada uno de nosotros cada vez que tenemos que tomar una decisión.

—Pues los míos estaban marcados —respondía ella, que no había tenido suerte en su desgraciada y puta vida.

Y el hombre trataba de convencerla cada vez de que todas aquellas jugadas fallidas la habían conducido hasta él, que había sido la mejor partida de su vida, probablemente la última, que, si lo acompañaba, no cometería más errores.

Se durmieron mientras la nave aceleraba, superaba la velocidad de la luz y empezaba a viajar hacia atrás en el tiempo.

Soñaron que él no había sido un proxeneta y un traficante, que no había tenido una enfermedad coronaria provocada por el abuso de estupefacientes. ¿Cuántas mujeres en su vida? Que lo acabaron despreciando. Y por fin, la única que lo había cuidado, que había recogido sus babas y sus heces, generando una deuda sagrada de la que no podía librarse. Una que estaba tan acabada como él. 

Ella pensaba que él era un señor, con ese traje, la barba, el cabello íntegro, blanco y acaramelado, el sombrero de postín, y que ella no tenía remedio, sin dientes, arrugada, ocultando sus formas de anciana con un vestido amplio, negro; por eso se agarraba a él como si le fuera la vida, y le iba la vida, porque las drogas, el alcohol, los vicios estaban ahí, llamando a las puertas, en el alféizar de la ventana.

Soñaron que rejuvenecían; pero, en un viaje hacia atrás en el tiempo, los huevos rotos no se recomponen, siguen rotos y envejeciendo mientras todo lo demás desaparece como si no hubiera sucedido, en una oscuridad que solo podía detenerse con la vuelta a la normalidad.

Se despertaron alentados por un rugido atronador. Se encontraron en una cama con las sábanas arrugadas, en una habitación pintada de verde, pequeña. La típica habitación de burdel, pero en lugar de las paredes sintéticas de la estación, el yeso parecía desconcharse, la humedad dibujaba nubes por encima de ellos. 

¿Qué era lo que NO había pasado?

El hombre sintió el roce de la almohada en la nariz y la apartó de un empujón. Ella notó que la cama era muy grande. Ambos tuvieron la sensación de haber encogido, de haber adelgazado durante el viaje. 

Frente a ellos, había una ventana. El cielo estaba lleno de humo. Aviones antiguos, sostenidos en el aire por su propio impulso.

En el paquete de viaje se incluía una muerte rápida en aquel cementerio en el que habían nacido hacía un centenar de años. Nadie vivía ya en la Tierra, solo se iba a morir allí porque era la cuna de la humanidad. Los viajes al pasado eran una consecuencia de bordear el agujero negro del interior de la galaxia para adquirir velocidad. El descenso se producía en una época en que la tierra estaba despoblada, con suerte se apreciaban las auroras boreales, muy abundantes desde que el planeta había perdido el campo magnético que lo protegía de la radiación solar.

En el folleto del Último Viaje se veía una catarata, un prado en cuya turba debía haber los restos de cientos de miles de seres humanos enterrados. La promesa era que, hubiera lo que hubiese después de la muerte, no estarían solos. Se imaginaban un poco más viejos, y que el sueño eterno no sería más que una cabezada para despertar donde todas las almas esperaban, como en el andén de una estación, para iniciar un viaje por toda la galaxia, todos los mundos, todas las naturalezas. No sentirían el viento, pero se dejarían acompasar por el movimiento de los árboles, acompañarían a todas las especies vivas en su crecimiento y en su muerte, a los seres humanos en sus sentimientos, como en un río que se estrecha y se abre, se separa y acoge a todos los seres que han habitado alguna vez la Vía Láctea.

El hombre, sin embargo, estaba sorprendido, porque por la ventana entraba un estruendo de explosiones y gritos humanos que no se correspondía con el viaje. No había ninguna cascada, ni auroras boreales.

Se volvió hacia su compañera y lo que vio le hizo saltar de la cama: ¡Era una niña!

—¡Violeta! —gritó, y descubrió que su voz era la de un niño—. ¡Somos niños, Violeta! ¡Hemos rejuvenecido! ¡Vamos a poder vivir otra vez, en nuestro propio planeta!

Violeta no se atrevía a hablar, tenía dientes, pequeños, y los estaba paladeando.

¿Cuántos años tenían? ¿Doce? Se puso en pie, junto a él. Lo miró. Era guapo, como cuando tenía ciento veinte años, pero su piel de seda auguraba una vida larga y placentera. Se tocó la cara, suave como la piel de un bebé, la boca de hechuras gruesas, dispuesta para besar, la promesa de una larga vida llena de placer.

—Dame un beso, cariño —y extendió los labios, firmes, tiernos, en busca de esa felicidad eterna.

En ese momento, una bomba cayó sobre el edificio. Apenas tuvieron tiempo de darse las manos. Ninguno cerró los ojos mientras las paredes reventaban, el techo se hundía sobre ellos y se llevaba todo lo que aquel milagro había conseguido.

Habían vuelto a la Tierra, en una de aquellas épocas autodestructivas en las que los seres humanos se disputaban el poco espacio reinante. Si hubieran sabido lo grande que es la galaxia. Lo fácil que era escapar.