Releyendo en cierta ocasión «Los invitados inesperados» (un pequeño relato de Mijaíl Zagoskin), recordé que un día, evocando unos versos de Alexander Puskhin, quise aprender ruso, conquistar Samarkanda, asaltar para siempre el Finnegans Wake, voltear siete veces las variaciones de Arnold Schönberg sobre el bueno de Bach, las performances de Joan Jonas, la anarquía tridimensional de los cuadros de Tàpies. Y salí a la calle. Esa calle barriosesámica donde dicen que gime la hiedra de la vida y la hallé cabizbaja. Demacrada, triste, un punto indecisa.
La adjetivación, lo sé, es un modo infantil de tenderle la mano a las ideas que han sufrido una embolia verbal y no pueden desplazarse por sí solas. Pero la calle estaba triste, demacrada, indecisa y no supe negarlo. No supe. El caso es que nunca aprendí media letra cirílica, ni arranqué una brizna de aire uzbeco, ni entendí la broma de James Joyce, ni antepuse a Schönberg al prodigio de Bach; ni a Joan Jonas a Caravaggio o Vermeer; jamás colgué en mis ojos un lienzo de Tàpies…
Y los días pasan. Y los años sucesivos son escaparates rotos en tu ciudad en guerra. Y no te reconoces. Porque pasan los años, los días, la luz en la ventana. Y somos nadie. La partitura perdida de Sebastian Bach en el violín de un niño que no ha leído a Zagoskin ni ido a Samarkanda y sonríe y besa, vuelve a sonreír y está muerto.