Tienes que intentar descubrir todo lo que nos hace humanos, lo que no haría un animal. Un animal no condenaría a su hija a cubrirse con un nicab desde los cinco años cada vez que cruzara la puerta de la casa y saliera a un páramo solitario, rodeado de áridas e imponentes montañas.
Bela se crio en una casa de adobe en Kunduz, al norte de Afganistán, rodeada de hermanos, unos tiranuelos que sabían que su condición de varones les daba ventaja. Desde muy pronto, se ocupó de ayudar a su madre, recoger la miel hasta que un día le picaron una decena de abejas y se negó, ordeñar las cabras, amontonar el estiércol, encender el fuego, cocinar, limpiar. Recuerda la luz imponente del cielo y el canto lejano del muecín. Un día, su madre le contó que le habían cortado los dedos a una vecina por pintarse las uñas y le ordenó no salir de casa sin el burka, con una rejilla en los ojos, las manos escondidas, los pies invisibles, convertida en un fantasma. Su misión en este mundo sería servir a un hombre, criar a sus hijos, todos los que nacieran durante su vida reproductiva, fueran trece o catorce. Aunque siempre se exageraba, no serían más de seis u ocho, siempre que fueran niños, claro. Se bautizarán con un kalashnikov nuevo en cuanto el arma, colgada del hombro, deje de levantar las piedras y se vean correr los escorpiones a su paso.
Bela fue comprometida con nueve años y violada por su esposo con doce, en cuanto este supo que podía quedar embarazada. Muchas mujeres morían durante el parto y, como era muy joven, su marido quiso llevarla a un hospital de la caótica Kabul, esa ciudad de tráfico incesante, calles desniveladas, ruinas, banderolas rojas que advertían de la presencia de minas y que la gente robaba a diario, niños por todas partes y hombres armados, pero también fantasmas enlutados bajo cuyas sábanas negras había o debía haber mujeres.
Bela tuvo complicaciones en el parto, el niño murió y ella tuvo que permanecer semanas ingresada, durante las cuales se empeñó en aprender a leer y escribir en inglés. En cuanto se supo que no podría tener más hijos, su marido la abandonó. Puesto que las únicas mujeres que trabajan en Afganistán son las enfermeras de Kabul, decidió quedarse en la ciudad, pero tuvo que seguir llevando el burka cuando salía a la calle. Aun así, daba las gracias a Alá; en el campo, las mujeres adultas no salían de casa, su reino era la oscuridad y un pequeño patio.
Cuando ya estaba harta de tratar con niños a los que las bombas habían arrancado un pie o una pierna en los barrios minados de la ciudad y con mujeres que a diario se prendían fuego con gasolina para escapar de su encierro, se enteró de que en el aeropuerto se había organizado una nueva operación de rescate, esta vez encubierta, para sacar a gente del país.
En Madrid, tardó semanas en poder salir a la calle sin el burka, temerosa de las miradas de la gente, que la observaría con ojos acusatorios y libidinosos, condenándola al sufrimiento eterno. En la casa donde fue acogida, se pintaba los ojos con gena; los labios, negros como la muerte: quería ser la muerte. En cuanto aprendió español, empezó a trabajar como cuidadora y luego como enfermera. Ya solo llevaba el chador. Se aficionó a la astronomía y, en cuanto tuvo valor, empezó a ir a la sierra a mirar el cielo, que en la ciudad era grisáceo y estaba muerto. Necesitaba el contacto con aquel universo que veía desde el patio de su casa en el pueblo, cuando la Vía Láctea se deslizaba en todo su esplendor entre las montañas. Millones de estrellas y planetas, millones de cabras, ovejas, pastores, niños y niñas como ella en una infinidad de casas de adobe desperdigadas por una infinidad de montañas, valles llenos de pistacheros, ríos de miel, praderas que se mantenían verdes todo el año en tantos y tantos planetas como estrellas.
Un día, un astrónomo ruso con el que había hecho amistad por internet, le contó algo que debía ser un secreto: un asteroide de ochocientos kilómetros había entrado en el Sistema Solar. Los cálculos indicaban que se estrellaría contra la Tierra en poco más de diez años. No podía detenerse, ni cambiar de rumbo, el fin era inevitable.
Cuando pudo confirmar que era cierto, una noche de primavera, salió a la calle sin el pañuelo y, cuando estaba en el parque del Retiro y vio el cielo, por primera vez en mucho tiempo cuajado de estrellas en plena ciudad, se dio cuenta de que era libre. Fue cuando vio un punto blanco que se desplazaba a gran velocidad por el firmamento, probablemente la estación espacial internacional, pero ella pensó que tal vez era el asteroide, que ya era visible y que venía para terminar con la vida en este planeta. Pensó en su tierra, en su gente, y supo que todo lo que contenía el mundo era una creación de nuestros sentidos, que era nuestra propia conciencia lo que le había dado vida y que la misma conciencia había decidido que el camino elegido era equivocado o que había llegado el momento de terminar con la experiencia y empezar de nuevo.