«Perdona: se te ha caído el móvil». Y el tipo, sin inmutarse, se saca otro de un bolsillo de la cazadora. Teclea, desliza los dedos y vuelve a guardárselo mientras sigue caminando. Al rato, mete la mano en el bolsillo y, al sacar el te léfono, se le cae al suelo. Sigue caminando hasta un banco, donde se sienta y saca otro teléfono de la cazadora; teclea, desliza los dedos y vuelve a meterlo en un bolsillo. Reinicia la marcha. Son pasos seguros a saber dónde; sin prisa y sin apenas pausa; con decisión, mezclado en el enjambre urbano del ocaso, camuflado de panal en panal. Le suena el teléfono, mete la mano en el bolsillo y el teléfono cae sonando al suelo, donde un «crac» interrumpe el sonido zumbador. Pasa un pie por encima del cacharro hasta dedicarle un taconazo que aleja cualquier duda sobre el funcionamiento. De nuevo echa mano a un bolsillo de la cazadora mientras se detiene ante un escaparate cualquiera: teclea, desliza los dedos y vuelta a empezar; introduce el teléfono en la cazadora y prosigue su marcha.
Ha cruzado la mediana ciudad de provincias y ha estrenado veintinueve teléfonos… Treinta; mantiene el trigésimo junto al trigémino mientras escucha pacientemente una voz familiar. No desea mostrarse impasible, sino prender fuego al celular después de haberlo arrojado contra el suelo segundos antes del paso de un fastuoso tráiler cargado de vigas de hormigón. La voz familiar al otro lado del auricular intuye que pasa algo y se lo hace notar: «No pareces muy contento». El aludido permanece inalterable, digiriendo la pérdida de teléfonos y dirigiendo la mirada al suelo, expectante a una recaída telefónica. Sigue la conversación: «Bien, has llegado a la casilla final: únicamente debes proteger el aparato desde el que hablas; es el único válido para afrontar el reto. ¿Estás preparado?». La voz se corta. Nuestro protagonista se ve asintiendo sin haber pronunciado «sí», se despega el aparato de la oreja, lo contempla mosqueado y procede a agarrarlo con ambas manos. Pero, sabe Dios por qué, el teléfono se desliza hacia arriba como una trucha recién pescada; en dos toques y perdiendo la compostura, parece a punto de atraparlo, pero, en el tercer zarpazo, el celular es golpeado y cae en el pilón de una fuente cercana. En esta ocasión decide mojarse: saca el teléfono chorreando; rápidamente, lo seca como puede con cuatro o cinco pañuelos de papel. Aunque la pantalla se ha mantenido encendida, no sabe si funciona. El sonido de una llamada entrante le confirma su deseo. Descuelga y escucha: «¿Sí o no?». Esta vez sí, el teléfono cae al suelo. Inexplicablemente, rebota hacia la calzada y es triturado por una hormigonera que pasaba por allí; no es un tráiler, pero casi. Tampoco es el avance de la película, pero, si el trigésimo teléfono hubiera sido la cinta, se la habrían destripado al final.
Alguien pasa al lado del perdedor de móviles. La voz resulta familiar: «Perdona: se te ha caído el móvil».