Aparentemente, no hago nada, pero, aviso para navegantes: estoy de guardia. En la garita me pertrecho, preparada para resolver cualquier jeroglífico, para demoler cualquier mota de caos, para desenzarcillar cualquier nudo de cadenita de plata naufragada que llegue a esta, mi orilla. Estoy de guardia. En estado de alerta viva, sirvo para dar empaque y seguridad, certeza y lustre. No tengo uniforme, ni arma de asalto. Me compensa. Solo sufro el sopor y las dudas sobre la utilidad de mi cometido, esas son las únicas inclemencias.
Superviso que todo esté en orden: las indecisiones, ocultas; las decisiones, postergadas; los deseos, caldeados; las renuncias, brillantes; los miedos, afilados; las tareas, cristalizadas en listas impolutas; los amores, platónicos y residentes en Logroño; el envejecimiento, sorprendente, a trompicones; el tiempo, sin relojes; la esperanza, en forma de esqueje. Aparentemente pasiva, en realidad me dedico, con ahínco, a ahorrar energía, a gestar calma, a aniquilar moléculas de afán, para cuando sea necesario poder hacer ostentación de poderío y desplegar exuberancia vital y dar mandobles y crear con profusión y anegar al enemigo a base de riadas y torrentes.
Mientras tanto, espero: tanto la amenaza exterior (lo maligno), para aniquilarla; como el cometido, la tarea, el encargo de amor (lo plausible, por bueno), para ejecutarlo y allanar el camino de lo posible. Hacer nada es generar potencialidades y eso es difícil, me exige ser meticulosa, jugar a las estatuas, estar alerta hasta límites inaprensibles, aguzar el oído, el ingenio y la paciencia, aplacar los cantos de sirena que me piden movimiento, decisiones inanes, gestos manidos, caminos trillados, hacer por hacer, actuar por actuar, ser por ser. Nunca, nunca bajaré la guardia. Serena, luzco mi chapa de Mirinda.