Cabalgando junto a los ciervos

Cruzando los límites

 

De pronto, todos los ciervos giran al unísono. Los niños se ponen en pie sobre los caballos y parece que vuelen por encima de la hierba. Es como si, después de la epidemia que diezmó a la población aquellos diez años terribles, solo hubiéramos sobrevivido quienes veíamos en el amanecer, no el sol, sino los dedos sonrosados de la aurora, y los niños nacidos desde entonces fueran todos capaces de erguirse sobre sus monturas al galope.

En aquellos diez años de mutaciones víricas, los científicos descubrieron la forma de implantar los recuerdos de otras personas en la mente de los supervivientes, así que la mayoría de nosotros lleva un polizón en el cerebro. Yo era un escritor mediocre al que implantaron los conocimientos de un diseñador de sistemas, una bomba en la cabeza que no deja de tener ideas imposibles, porque en el nuevo mundo no hay electricidad, no hay vehículos a motor, ningún robot ha pasado la prueba de un mundo que se ha hecho más amplio y se ha vaciado de humanidad. Conservamos las semillas de alto rendimiento capaces de reproducirse que dejaron para nosotros, usamos caballos para desplazarnos, hay muy pocas vacas o cerdos, los animales salvajes han recuperado el planeta; después de veinte años, corzos y ciervos vienen a las puertas de nuestras casas. Nuestros hijos, que ya no comen carne, hablan con ellos, solo piensan en protegerlos.

El virus acabó por meterse en nuestras mentes. Como ese parásito que hace que los ratones pierdan el miedo, nosotros lo perdimos también, entendimos que la vida era solo una pequeña parte de un largo recorrido que continuaba tras la muerte, y la mayoría de la humanidad decidió seguirlo para liberar a este mundo de una situación insostenible. Unos pocos decidimos quedarnos para ser los últimos y seguir disfrutando durante un tiempo de los amaneceres endiabladamente sonrosados y del sonido de la lluvia entre los árboles. Quisimos empezar de nuevo. Tuvimos hijos, pero esos niños, que llevaban el virus en los genes, resultaron formar parte de un mundo que no era el nuestro. Su mayor placer es alimentarse de frutos silvestres y congraciarse con las bestias salvajes.

Nosotros y todos los recuerdos que nos han implantado moriremos sin haber hecho más que retroceder en un mundo decidido a encontrar de nuevo sus orígenes. No volveremos a reproducirnos hasta el agotamiento de todos los recursos, aceptamos la muerte como el ascenso por un arco iris que se desvanece, dejando atrás un planeta que solo fue nuestro durante un tiempo.

Sé que más allá hay maravillas que no puedo apreciar en este mundo, pero haber visto cómo el miedo de todas las especies se transformaba de nuevo en curiosidad y sentir a mi polizón llorar por tantos conocimientos inútiles no tiene parangón. Sé que me observan desde otra dimensión y que muchos lamentan no haberse quedado un poco más; pero los pocos seres humanos que quedamos somos como los rescoldos de un gran incendio que arrasó el mundo y se ha trasladado a otra parte. Después de nosotros, solo quedarán esos niños, cuya única misión es restaurar una naturaleza que a punto estuvo de ser destruida. Una vez cumplida su misión, el propio virus acabará con ellos, para que no quede rastro de ningún ser humano, como ya ocurrió con los dinosaurios.