Érase una vez dos niños que salieron a pasear. Salían un rato y daban una vuelta por el cementerio. Después, al cabo de una hora, regresaban.
Uno le daba la mano al otro, como si temieran perderse (se llevaban un año de diferencia). No hablaban. Se querían.
Un día se alejaron tanto, queriéndose y paseando al azar, que atravesaron unos bosques cercanos al cementerio. El niño más pequeño tenía un gran sentido de la orientación, pero aun así se extraviaron por el camino de vuelta.
Al cabo de los años, un día, los funcionarios del cementerio municipal, por falta de pago del mantenimiento de los dos nichos, tuvieron que excavar en el muro y sacar los dos ataúdes blancos para llevar los esqueletos de los niños a la fosa común. Era norma de obligado cumplimiento desdonar a los muertos por impago de la cuota anual, repetían los funcionarios una y otra vez, de mala gana, a los curiosos que se asombraban por esos traslados a plena luz del día.
Al abrir los dos ataúdes (de mala manera, puesto que al no disponer de las llaves correspondientes, golpeaban con un martillo aquí y allá para astillar los ataúdes y reventarlos), comprobaron que ambos estaban vacíos.
Imposible explicar la ausencia de los dos niños, advirtió la dirección a los funcionarios. Por tanto, lo mejor era hacerse el tonto —concluyó la dirección—, y no comunicar nada a las familias respectivas.
La ausencia de los dos niños que salieron a pasear y no volvieron al cementerio, era un caso inexplicable.