Llegados a esta altura, solo queda asegurar los bártulos y, sin bajar, ni caer, ni derrumbarse, ahondar minuciosamente en las minucias, en los privilegios, también conocidos como bellas vistas desde la pirámide. Hemos llegado hasta aquí gracias al impulso, un poco frívolo, un poco desmedido, de la energía humana. Como la inercia insufla una breve vida, y la gravedad impone su lastre, se ha de parar, en seco. Más o menos alto el alto en el camino, más o menos bajo el listón. Es flexible la cuerda floja y la cinta métrica que, invisible, todo lo mide y compara, es amarilla, metálica y tiembla. Anotamos los avances, descontamos los retrocesos, en la vertical esperanza o en el horizonte de lo intenso.
No hay punto de no retorno, siempre cabe el retroceso, lo que no es sino un avance, un descubrimiento dorado por inaudito, por nadie aconsejado, ni prohibido. Ser siempre carne de prueba y ensayo, siempre círculo boomerang, siempre hija del disparo y blanco de descalabros que descascarillan, que hacen mudar la piel fría, que desnatan lo indigesto y que nos brean. No se cuenta esto. Embrionario pensamiento es para muchos: los que no paran; los que, aun sin ánimo, continúan rastrojeando cuesta arriba, con el agua al cuello, con un ictus amenazante en el bolsillo de atrás, con cargas nada familiares; los acaparadores lineales; los prohombres.
Llegados a esta altura de miras, anclados en rústica lucidez quedamos. Si ansiamos más y mejor, si no podemos más, pero tampoco podemos menos, si menos es más, entonces, menos es mejor. Esta es la cumbre, el reducto de los rudimentos.