Me cuelgo el cordón del que pende un gigante cascabel de bronce de Mysore y se abre el tiempo. Me autorizo, con este gesto, a dedicarme, al fin, a lo mío. Desde la declaración de alarma todo va a pedir de boca, boca que, abierta de asombro, me permite atrapar al vuelo la pastilla regalada, la panacea. Años empantanados se han abierto, reventones, ante el sortilegio de esta situación incontenible, por vírica y que, por encima de todo, es tormenta rotunda que nos somete bajo su suela. Era sencillo, podía hacerse, quién lo impedía, a cuento de qué sorprenderse ahora, desde cuándo era algo inalcanzable, bastaba con asumir el hogar como tal, con no ver lastres en el necesario peso del recogimiento y alimentar la voz que, sí, nada rompedor va a decir, pero tiene su eco distinguible y hace llorar o ilumina con su brillo de lentejuela, de humor heredado.
He cosido mascarillas barrocas, he recortado plantas, abrillantadas previamente con cerveza, he cocinado polenta amarilla, he cepillado al perro, y me visto de gris y he descubierto el epoxi y su amor por las maderas quebradas del escritorio. Escucho cada día el soplido de la aritmética que contagia y los aplausos puntuales y los reyes de hoja caduca y las redes que, de fondo, silban y bufan y borbotean. Escucho. Trago el medicamento y se despliegan ante mí las celdas cegadas que siempre han estado ahí. Del cordón dependo, cuando de él me desprendo para salir de los espacios revelados, temo que no sea capaz de mantener este nuevo reino cuando el encierro, que es libertad, termine. Me cebo en la panacea exprés: rápido y a presión. Seguiré contando.