Desde esta charca, desde este mar, con M de Mirinda, por el que corren las liebres, se ven a lo lejos, en lo alto, los montes con sus sardinas, también corricolaris. El orbe todo, mares y montes, cubierto de runners.
Todos corriendo, con las zarpas, que aprehenden el presente, con las aletas de la ficción, con los pulgares oponibles, danzarines que se deslizan sobre la actualidad y las pantallas táctiles, y, sobre todo, con los cerebros, ávidos.
Es una patología tolerada, al igual que el alcohol es una droga bien vista. Hay una adicción generalizada, pues impera el deseo de ver, de ojear, un flujo incesante de titulares frescos, el ansia de tener un buzón de entrada perlado de mensajes nuevos y relevantes, el afán de dejar huella, aunque sea líquida, el afán de ser leído, de pavonearse, de ser descubierto, de dar muestras de estar vivo.
Todos los seres pluricelulares que pululan por las redes, en una vertiginosa cadena trófica, consumen y generan contenidos. ¡Oh, los manidos contenidos! Algunos son creados con celo y esmero, e incluso son retribuidos; otros son meros subproductos de nuestro movimiento virtual; otros, simple objeto del deseo húmedo de diseñadores de receptáculos digitales, de agregadores-amasadores de pulpa, como carne falsa de cangrejo, txaka triste en las fauces triplemente dentadas de tiburones desnortados, o asépticos pellets energéticos que alimentan el fuego y mantienen vivas las webs, blogs, apps… y otras ballenas que, aún varadas o ahítas, siguen demandando su ración de textos, imágenes, vírgenes, comentarios, exvotos, likes, enlaces, readers´ digests…
¿Pueden los proteicos generadores de contenidos acabar saturándose y volverse eremitas digitales? Sí, en casos contados únicamente, pues su umbral de tolerancia ante la demanda implacable de visibilidad y actualización afanosa baja y baja y vuelve a bajar. ¿Nadie nos lee? No importa, ni siquiera nosotros mismos releemos nuestras “entradas”. Fatalidad e inconsciencia.
“Miro el Facebook, miro un tuit, miro Instagram y no te leo a ti.” Me atrevo a proponer este estribillo pegadizo para ser unido mentalmente con la melodía que Alaska creó para “Muevo la pierna, muevo el pie, muevo la tibia y el peroné”. Y, como complemento a esta “Propuesta de banda sonora nada original” me atrevo a meter el dedo en la llaga y preguntar, sin esperar obtener respuesta alguna, para ser coherente con la premisa que subyace en mi planteamiento suspicaz: ¿quién lee a quién?, ¿alguien lee a alguien?, ¿basta con interactuar con los contenidos, reenviándolos, sobrevolándolos frívolamente, juzgándolos, puntuándolos, para que den calor?, ¿hay tiempo suficiente en la vida para leer cuanto contenido se genera?, ¿a qué se debe, y a qué amo sirve, tanto revuelo y chapoteo?
Lo innegable es que el sistema nunca dejará de ser insaciable. Feed me, Seymour, cantaba la planta carnívora de The Little Shop of Horrors, otra banda sonora, esta sí, original, para tener en mente mientras produzco más madera. Esto está que arde.