Nunca había oído elefantes por la noche. No en una latitud tan al norte como Barcelona. Ignoraba qué buscarían entre las ruinas de las casas. Se levantó con el corazón desbocado, pues el barritar de los paquidermos se oía cercano. Se acercó a la ventana del cuarto piso, frente a la avenida. El temporal marino apenas era un rumor en la distancia, pero las olas llegaban como marcando el tiempo a la Gran Vía y hasta el portal del edificio donde se había instalado con su hijo.
Los elefantes debían estar recorriendo los restos de la ciudad en busca de alguna fuente de alimentación. Por la mañana buscaría su rastro. No podían permanecer mucho tiempo en aquella inmensidad de cemento. Quizá en los parques, siguiendo el cauce de los ríos desbordados por la lluvia constante.
El niño gimió en la manta que habían colocado en una esquina de la habitación. La gente se lo había llevado todo cuando la gran ola se abatió sobre la ciudad y el tiempo deshizo los cadáveres, dejando solo restos de esqueletos por todas partes.
Ellos también estaban de expedición. Habían dejado la colonia del río Llobregat; estaba harta de que los hombres la compartieran como si fuera una fuente de agua de la que todos pueden beber. Llevaban comida para una semana; el niño, un figurín rubio de siete años, era su tercer hijo, pero los otros ya eran demasiado mayores y se habían quedado a compartir destino con los demás. Le parecía imposible que, de su piel morena, casi cenicienta, hubieran salido aquellos rizos de oro. Solo Michel era rubio en la colonia, pero esos genes podían haber estado adormecidos en cualquier parte.
Cuando volvió a mirar por la ventana, un elefante con los pies en el agua agitaba las orejas y movía la trompa haciendo que las sombras se alteraran. Estaba solo, o eso le pareció, hasta que otro más pequeño apareció, por la esquina de Zara, chapoteando. Se agarró a la ventana con más fuerza de la necesaria. El pequeño paquidermo corrió hacia su madre y se colocó junto a sus patas; la hembra le acarició la espalda con la trompa.
Era la primera vez que se emocionaba de esa manera desde el colapso de la humanidad. Tenía el corazón seco y se le estaban secando todos los rincones del cuerpo, pero, cuando la elefanta se volvió a mirarla y le dedicó un saludo de complicidad con la cabeza, sintió que le afloraban las lágrimas, sintió que estaba viva y que todo lo que había sucedido en los últimos años merecía la pena por llegar hasta ese instante.
La elefanta continuó su camino pisoteando las olas que venían a morir al pie de los edificios. Se dirigía hacia el norte. Ella la seguiría por la mañana. El pequeño elefante le echó una mirada, barritó como una trompeta desafinada y dejó en el aire el rumor del mar que castigaba la cercana costa.