Cuento de andén

La termita y la palabra

 

Todas las tardes, como al dictado, el hombre recorre los tres quilómetros que separan su aldea del hoy viejo apeadero y con gesto ido, derrotado, toma asiento, pasajero de nadas y resacas crepusculares, a la espera del último regional de la jornada.

Hace muchos años, demasiados, que ningún tren detiene su vientre en el andén desdentado de la antigua estación, pero el hombre, el hombre del apeadero, cumple su mandato y, sentado bajo el reloj, (un reloj sin horas ni minutos, sin agujas, sin mañanas que forjar) esparce su mirada, campo a través, como si fuese lluvia o un rebaño de cabras allende la montaña. Allende.

Y pasa el tiempo. Y con el tiempo, el tren. Y ningún pasajero mira a través de la ventana, nadie levanta su mano al pasar, nadie repara en su presencia. El hombre del apeadero recoge ese desprecio cada tarde y, saciado con él, a tientas ya en la noche, regresa a casa donde nadie lo espera.

Pausadamente, abre la puerta con desinterés. Gramo a gramo, poro a poro, seno a seno, palpa sin tregua las estrías algebraicas del frío, de la soledad. Y enciende la televisión buscando compañía. A paso lento, se adentra en la cocina en busca de la cena: una conserva precalentada y un mal chusco de pan: nadie lo acompaña.

Y oye hablar de Whitney Houston, por primera vez. Por primera vez escucha su voz y siente un escalofrío cernudiano: libertad no conozco, sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío. Y aunque ignora quién carajo fue Luis Cernuda y quién es esa mujer caoba, con la voz diamantina y los ojos profundamente tristes, no puede evitar una lágrima, luego otra, luego mil más. Como tampoco puede detener los trenes cuando los ve pasar por su vieja estación desangelada…


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