El viernes 8 de enero de 2021, esta cosa que soy fue al hospital a recoger su silla eléctrica. Un artilugio que no me matará, pero sí electrocutará mis pasos y quimeras.
Me la dieron porque me cuesta horrores dar largas caminatas y, al parecer, con su ayuda, ganaré libertad.
Hace tiempo que decidí (gracias a la ayuda de mi angelito poético de la guarda) entregar mis equinoccios anímicos al desagüe del papel evitando a las redes la pestilencia malcriada de su egocentrismo.
Esta confesión no es, no pretende serlo, una tristeza desbocada, una ventosidad del corazón; sí un aleteo de la noche en el agua: el ISBN de la estupefacción.
William Kremmler murió por una sobredosis de electricidad; mis piernas ganarán vida (linealidad) transformando ese ingrediente en movimiento.
Al visitar la prisión Modelo de Barcelona me llamaron la atención las tres cancelas que separan la calle del preso. Ninguna se abría si previamente no se cerraba la anterior.
Ingresar en las soluciones prácticas de la discapacidad funcional se parece a eso. Antes de llegar a la celda (el uso de la silla de ruedas eléctrica) hay que cruzar tres puertas (la tristeza, el complejo, la aceptación) y aprender que la calle es un bello teatro que ya ha quedado atrás.
Tozudo como soy mientras pueda dar un solo paso sin caer en las fauces de la silla, no la pienso usar. Porque el horizonte se torna vertical sentado en una silla quedando en el diván de mis pies un solo paso por dar.
El día ocho de enero una silla entró en mi casa; yo no entraré en la silla mientras pueda caminar.
Caminar, qué verbo tan insignificante y al tiempo tan eternal.
El miércoles 6 de agosto de 1890 fue ejecutado, en la silla eléctrica de la penitenciaría de Nebraska, el asesino William Kemmler.
El artefacto que lo mató, invento de un empleado de Edison llamado Harold Pitney Brown, era (entonces) incipiente. Tanto que el citado homicida fue su primer cliente.