El huido

Solo, por favor

 

Un viejo zaguán fue el lugar de encuentro con mis bártulos. Me piro. Tolero que no recojan los platos con restos de huevo frito de la cena, que las pelusas campen a sus anchas, la música ratonera y sus monólogos gritones en el móvil. Pero no soporto que se metan con mis ideas. Si no les gusta mi evolucionismo, menos me gusta a mí su querido diseño inteligente. Eso sí, me llevo la aspiradora. Una huida puede ser tan victoriosa como la mejor retirada a tiempo. ¡Que les den!

Camino buscando un taxi cuando algo golpea la mayor de las maletas y me arrastra al suelo. Un policía yace grogui junto a mí. Desde el suelo veo de reojo a un tipo que trata de gatear tirando del brazo que lleva esposado. Estoy siendo testigo de un dos-uno-tres: sospechoso tratando de escapar. El tipo se gira para rebuscar en un bolsillo del polizonte. Extrae una diminuta pieza de metal que dirige a su muñeca. Acaba zafándose cual Houdini. ¡Oh! Ha reparado en mi presencia (no hay nadie más por la acera) y, con la agilidad de un gamo, alcanza la pipa reglamentaria del poli y me la muestra en la sien. «¡Por favor, no me mates!», acierto a balbucear. «Anda, tira y no me la juegues».

No entiendo por qué me retiene; las sirenas suenan bastante lejanas y nadie nos ve. Pero no es así; el tipo se ha olido el percal: desde un callejón oscuro veo cómo las sirenas inundan ya de blaugrana ‘tot el camp’. Por otra razón que tampoco entiendo, porta gentilmente la aspiradora mientras corremos hacia un contenedor. Nos colamos entre los cascotes. Sigo notando la presión del cañón del arma, esta vez en las costillas. Intuyo que me pide silencio. Cuando despierto, el dinosaurio sigue ahí, no así la pasma –adviértase mi manejo de la jerga–. El tipo sacia su apetito con las patatas fritas que guardaba en la maleta, ahora abierta entre ladrillos y restos de tabiques. No hay polis en la costa.

«¿Cómo te llamas, chaval?». El tipo parece amable. «Vas a aprender una cosita de tío Julio», prosigue misterioso. Se encarama a un muro derruido y alza el brazo hasta alcanzar un par de cables, ¡sin guantes! Tira dejándose caer sujeto a ellos. «Vamos, acércame el cacharro». El zumbido de la aspiradora agrieta el silencio de la madrugada. No sé qué está haciendo metiéndose el tubo por el culo. ¡Dios, qué asco! Cuando termina su operación, se sube los pantalones y me enseña triunfante su logro: «Esto, como te llames, esto es una bolsita de hachís. ¿Tú te crees que con esto se puede vivir? Por esto te caen cuatro años. Ahora, estafa miles de millones y serás un héroe». Le asiento, suena convincente.

El tío es un erudito. Lleva horas citándome a Santo Tomás y a Spinoza como si fueran íntimos. No sé qué rollo tiene en la cabeza, pero yo tengo las vértebras bailando claqué sobre los escombros. «Y ahora te voy a contar por qué estamos aquí». Le insinúo con la cabeza que salgamos del contenedor, pero no sé si me ha entendido. «En primer lugar, debo agradecerte la paciencia. En segundo lugar, nada ocurre por casualidad, todo tiene un principio. En tercer lugar, nuestro encuentro providencial marca el inicio de algo más grande. En cuarto lugar, odio a los darwinistas que no tienen fe en Jesucristo nuestro Señor…». No sé si sonó más fuerte la detonación del arma, pero el cascotazo fue más eficaz. No respira, un río de sangre tiñe los yesones donde yace su cabeza, le cubro con medio tabique. Solo asoman las manos que sostienen pistola y la bolsita de droga. Yo me las piro. Tolero que me retenga seis horas, que la policía merodee y no den con mi captor, las referencias pedantes y los monólogos sobre un colchón de cascotes, cual faquir. Pero no soporto que se metan con mis ideas sin conocerme. Si no le gusta el Origen de la Especies, menos me gusta a mí su querido Señor Jesucristo. Me llevo la aspiradora, sin el tubo (¡qué asco!). Una cascote puede ser tan victorioso como el mejor balazo a tiempo. ¡Que le den!