Correos perdidos

Perplejos en la ciudad

 

Mi amigo se puso el dedo índice en la ceja, y me dijo:

“Hace tiempo, yo también recibía por correo invitaciones y postales de felicitación, de aquí y de otros mundos; paisajes de otros lugares, fiestas celebradas en otras casas. Casas seguramente confortables, bien iluminadas por dentro y por fuera. Sin ruidos. Casas rodeadas de árboles y de flores, con voces antiguas que salían de la tierra húmeda y me saludaban; con ventanales góticos por donde ella se asomaba otra vez, fiel a lo desconocido, una figura de cabellos ensortijados que salía de la habitación, cruzaba la niebla del jardín y me llamaba: aún recordaba mi nombre. Que ahora, desde hace unos dieciocho años, no me lleguen correos de ningún lugar, ni de aquí ni de allá, no significa forzosamente que hayan dejado de pensar en mí esos desconocidos, esos corresponsales lejanos que todo lo sabían sobre mis noches y mis días. Me hablaban de anécdotas que habían vivido conmigo: fiestas, primeros premios de poesía, citas amorosas bajo los tilos (fiestas, premios y amores de juventud que no siempre -debo confesarlo- recuerdo con precisión). A veces incluso dudo que sea yo el verdadero destinatario de esos correos, ese individuo que, de joven, en esta o aquella ciudad, obtuvo tales premios y vivido esos amores que ellos, esos corresponsales anónimos, me cuentan con tanto detalle. Pero no importa: son tan amables y circunspectos en sus apuntes biográficos, y la estampación de las tarjetas postales que me envían son de una belleza tal, que en todo caso prefiero no inquietarles con preguntas indiscretas sobre mi propia vida.”

La última vez que nos vimos, me entregó un sobre que contenía una hoja en blanco con su nombre y un poema de dos versos escrito en el dorso:

En el correo de esta mañana, bellos desconocidos

me envían una vieja declaración de amor que no recuerdo.

Nadie fue a su entierro. Pero cuando llegué al cementerio con los funcionarios de Pompas Fúnebres, escuché un murmullo de voces y unas canciones alegres que parecían salir de la tierra húmeda, como si unos desconocidos le hubieran preparado una fiesta a mi amigo muerto.