Estaba yendo a Marte cuando me propusieron el negocio del siglo. Viajaba en misión no tripulada, soñando que iba a amarte, flor de mis entretelas. Lo que creí un viaje de placer devino en estancia a gastos pagados, por más de siete años, en tu alcoba, sin cláusula suelo. Me querías, por supuesto. Me dejaste exhausto y sin un duro. Yo te dejé sin hijos, que era lo único que querías de mí. Lo deseabas tanto, que llegaste a arrancarme alegatos en el papel de Hamlet: «Si ocurre ahora, no está por venir; si no está por venir, ocurrirá ahora; si no ocurre ahora, ocurrirá de todos modos. Todo consiste en estar dispuesto». Fue estéril. ¡Ay, reina mora de la morería, que en mí moría en la memoria cada rincón donde moré! Fue así, y no de otro modo, como partimos partiéndonos en dos: fiel entre ambos lados de la balanza. Solo ahora me entero.
De todo se sale, dicen. ¡Como si fuera igual salir con cicatrices que sin ellas! Así, de aquellos polvos me afloró el rostro de gánster, que no es otra cosa que el reflejo del alma que he ido remendándome. Que no son costurones heredados en presidio, como muchos creen; pocos son conscientes de que hay prisiones con almohadones de plumón y satén, y ahora me entero de mi error al estar en la cárcel y con miedo.
Esté con quien esté, mi intestino entero me avisa de que algo no funciona. Hago de tripas corazón, o lo intento, pero persiste el sudor frío. Algo me dice que acabaré metiendo la pata: con un mal chiste, con un mal gesto, con una palabra que no he escuchado bien, con un detalle que pasará inadvertido… Con pareja o con amigos, da igual; soy un desastre de las relaciones sociales. Si me deshago en elogios, «¿a qué vienen las lisonjas?»; si no aplaudo, «no me valoras lo suficiente». Nunca sé cómo acertar. Nunca lo he sabido. Que tome partido, me dicen. Que no lo haga, también. Que me defina, que no me defina. Que me moje o me deshidrate; da lo mismo, si de todas formas asomará el don de la inoportunidad. Por eso me extraña que aún haya gente que se ofrezca a compartir algo conmigo. Me invitan a fiestas, me proponen proyectos conjuntos, me llaman por teléfono… Y hay quien llega al flirteo. Será morbo o será que no me conocen bien. O tal vez soy un aprensivo social. Debo seguir aprendiendo, porque no me entero.
A resultas de las vueltas que da la vida y de las vueltas que le doy a mi cabeza, he ido admitiendo que el tiempo no borda las heridas. Ni las cura. Las bordea. Vivimos en un taller que no repara en gastos. Una hermosa contradicción llamada angustia, de la que no es preciso escapar, como tan imposible es renunciar a nuestro código genético. Somos así y, si cambiamos, no lo sabemos. Quizá lo sepan quienes nos precedan. Quizá. De ahí que tampoco es que me devane los sesos para adaptarme. Te lo digo porque no me importan tus chantajes. Si te arrepientes de algo, bien. Si no, también. Si te esfuerzas en restregarme tu indiferencia por despecho, has de comprender que no negocio con terroristas emocionales. Tú y tu cuchipandi deberíais saberlo. Oye, que me da igual que antes me apoyaras en todo y ahora vayas diciendo por ahí que fui el amor de tu vida, pero un amor imposible. En realidad, eres una más de las amistades que he ido dejando por el camino. ¿Amigos que no admiten un no? No, gracias. No todo va a ser caer en gracia; porque tampoco es que me enterase mucho de tus gracias.
En verdad, me afecta, para qué negarlo. Caer en gracia tiene su arte, y a uno no siempre le apetece cultivar esa faceta artística. Claro que me dejo subyugar de tanto en tanto por lo que hacen y expresan otros; al fin y al cabo no soy tan asocial. Lo que pasa es que no me entero de qué va la vaina. Así que deja de interesarte por mí, que no te enteras.
Además, si no me entero, no me entero. Y no pasa nada.