¡Venga, va, anímate!

¡No te fastidia...!

 

Solemos ser selectivos y olvidarnos de los malos momentos del pasado, enterrándolos por ahí, bien ocultados por otros recuerdos más agradables. Y, sin embargo, hay que ver la de tiempo de nuestras vidas que hemos debido soportar situaciones que nos resultaban aborrecibles.

En alguna de ellas, estando tú pensando cómo escapar y liberarte de la encerrona, llegaba a tus oídos la expresión a ti dirigida que, lejos de conseguirlo, te hundía aún más en el proceloso mar de la miseria absoluta. Sí, esa que sirve de título a estas líneas.

Habrá que poner un ejemplo.

Nunca he estado cómodo en bailes. Quiero decir los que exigen participación, pero en general eso es verdad hasta para muchos concebidos como espectáculo. No es una aversión total, puesto que me resultan vivificantes los momentos álgidos de un baile de Fred Astaire, la escena esa de Cantando bajo la lluvia o una Rita Hayworth o Cyd Charisse dando uso a sus larguísimas piernas. Pero me cansan sobremanera musicales como Siete novias para siete hermanos y similares. En cambio, me atraen un montón escenas de baile espontáneo, que no viene a cuento, en películas como Bande à part, de Godard o las iniciales de su imitador Hal Hartley. Estas yo las imitaría en vivo con ganas, aunque es un dejarse ir mental, que no encuentra luego acomodo en mi cuerpo, que no sabe cómo desenvolverse.

Voy llegando a donde quería ir, que son las discotecas. Con este cuerpo discordante con el ritmo que debí heredar de mi padre, el surgir de las discotecas y los bailes que en ella se estilaban se me apareció como infernal. Podía entender —aunque mi timidez y lo patoso que siempre he sido iba radicalmente en mi contra— los bailes agarraos, pues a ver quién se resiste a un continuo abrazo con pareja placentera, en cadencioso pero lento movimiento. Pero un baile “suelto”…

Pues nada, se pusieron de moda esos bailes y las discotecas. Si me veo en una, sería para verla evolucionar a ella, que eso tiene siempre su atractivo. Pero también tiene un peligro inmediato, que es la aparición del moscón. Siempre me ha parecido ridículo un tío bailando, mostrando patéticamente sus ansias por lograr la pieza cinegética, único objetivo que le veo yo a ese tipo de baile. Pero vayamos a lo de la frase de marras.

La situación: en una discoteca, donde el ensordecedor ruido impide el arte tan humano de la conversación y el acercamiento que éste produce, o en una fiesta particular, con un grupito dedicado a esa actividad. Tú dándote a la bebida, para pasar el tiempo y quizá también entrar en una prometida desinhibición. Te llega entonces la propuesta temida:

—¡Venga, va, anímate!

Es una frase que, recibida en momento inoportuno, no puede sino aumentar la angustia existencial. Sólo en determinados, escasos momentos, la he superado y, lanzándome a la pista, he deslumbrado con mi baile deconstruido, que se da por cierto muy bien con esas luces ahora sí, ahora no, que descomponen el movimiento como si fuera una película en blanco y negro a saltos, dejando ver solo alguno de sus fotogramas sucesivos. Mi baile es el equivalente de mi preferido estilo natatorio (hacer el muerto), pero algo más dinámico. Viene a ser ponerse en una posición como esa en la que queda un lanzador de peso cuando ya ha arrojado bien lejos su carga y lucha por no salir de sus marcas. Ora apoyado en una pierna, ora en la otra. Alternativamente, que ahí reside en ese caso lo de seguir el ritmo.

Pero en general, a lo de “Venga, va, anímate” sólo le debería corresponder, de poder expresarlo abiertamente, un decidido “¡Tu sombra!”