Vamos a cazar lágrimas

Cruzando los límites

 

Nos conocimos en la presentación de un libro, Luces de otro mundo, de uno de esos escritores que quieren ayudar a la humanidad a comprender su propio y pequeño entorno. Enseguida descubrimos que los dos teníamos algo de diabólico. En la proximidad, nos prometimos silencio con la primera mirada, y ella empezó a hablar sin decir ni una palabra, solo movía los labios impulsando con el aliento un olor acre, a tabaco barato con efluvios de café cargado. Era morena, tenía los ojos verdes y el cabello corto y enmarañado, alta y delgada como un poste. Acompañaba sus palabras silenciosas con gestos de dedos largos ante los que supe mantener la sonrisa aun a riesgo de que me clavara las uñas en los ojos. Poco a poco, sus labios empezaron a moverse más despacio, componían estampas y promesas que no se me antojaron falsas. Por fin, escuché sus primeras palabras.

—Vamos a cazar lágrimas.

—¿Qué?

Yo estaba imaginando que la besaba cuando alcé la vista para encontrarme de nuevo con su mirada. En aquel instante, sentí que se abrían las compuertas de la nave que encerraba mi existencia y me encontraba solo en el vacío del espacio, en caída libre, sin aire, así que me agarré a lo primero que se ofreció a sostenerme.

Me arrastró al exterior entre conversaciones y copas de cava, y medio minuto después estaba en el suelo de un portal mojado, con una de sus manos en el interior de mi garganta, un hilo de bilis encadenándome al asfalto.

—Has bebido demasiado.

Yo asentía, le hubiera dado la razón en todo. Lo que siguió fue una carrera en pos de lo que me había prometido. Una cacería nocturna por el Raval bajo una lluvia apenas perceptible. El juego consistía en encontrar a alguien que estuviera llorando.

—¿Y luego qué?

Se movía como una gacela por las calles empedradas. A los diez minutos encontramos a una adolescente recostada contra la piedra verdosa y oxidada de una pared. Podría haber sido una estatua, las lágrimas podrían haber sido gotas de la lluvia que nos perseguía como un diluvio de pequeños espías celestiales. Enseguida descubrí que ella tenía un poder. Se acercó a la muchacha, hasta casi tocarse los rostros, y, sin decir nada, le sujetó la cabecita con las manos, le apartó el cabello de la cara y tuve que acercarme mucho para ver cómo le pasaba la lengua por la mejilla y se quedaba con los chorretones, que desaparecían al instante de aquel rostro suave y joven de niña a la que su novio había engañado o con el que se había peleado, tal vez el amor no era tanto amor sino el espejismo de un instante, o el puro deseo superado por una rival con más celo. Pero en aquel momento, la desesperación se convirtió en una sonrisa, y mi princesa se convirtió en el ángel con el que estaba obligado a pasar el resto de una vida que ya no podía tener otro sentido.

Poco después, en una de las placitas atestadas de gente, encontramos a otra chica acompañada de dos amigas que la estaban consolando. Al vernos venir, sus amigas se apartaron como si esta, convertida en un cisne, hubiera desplegado las alas. Con dulzura, mi ángel lamió el rocío de sus lágrimas y se repitió el mismo ensalmo, la chica sonrió, a mí me temblaron las piernas y tuve la sensación de que, en su inmaculada blancura, intentaba volar.

Nuestro tercer encuentro se produjo junto a una famosa tienda de zapatillas, donde un muchacho estaba sentado en el suelo. Era evidente que estaba llorando por un engaño, un amor traicionado. Mi princesa se acercó a él, le sujetó la cabeza, le miró a los ojos, le apartó las manos cuando intentaba limpiarse las mejillas y se volvió hacia mí.

—Solo tú puedes devolverle la felicidad.

Recuerdo el sabor salado de aquellas lágrimas de hombre desengañado, el fuerte olor a colonia, la violenta empatía de una ola que te revuelca por la playa mientras todos tus miedos arden, concentrado en la promesa de una noche de sexo con mi ángel.

Cuando abordamos a la siguiente víctima, estaba cubierta con una capucha y volvía el rostro contra la pared, en otra de esas encantadoras plazas llenas de magos y bailarines, músicos y cantantes que tratan de distraer al numeroso público que ha cenado y está dejando que sus neuronas empiecen a navegar en alcohol etílico, el caballo de la felicidad, el camino de las estrellas, el arco iris que conduce a ese falso y deseado paraíso del nunca jamás.

Esta vez sería yo el que pidiera lamer las lágrimas de la dama desengañada. Era alta, su espalda tenía la forma de un violín y no se adivinaban curvas en el pecho de su entallado abrigo. Apenas podía verle el rostro, que se cubría con las manos.

—Toda tuya –me dijo mi ángel.

¿Cómo se aproxima un hombre a una mujer desengañada sin espantarla, sin que parezca que quiera aprovecharse de ella? A medida que me acercaba, sin atreverme a levantar las manos, la oía llorar, podía haberla dejado el novio o la novia, pero también podía haber muerto un ser querido por ella o que alguien le hubiera dado una mala noticia referente a una enfermedad. Le temblaban las manos, blancas y delicadas, era como si todo el dolor del mundo estuviera concentrado en aquellos dedos largos, casi transparentes. Intenté tocarla, pero al acercarme entreví sus ojos verdes, como luces en la oscuridad, y un escalofrío me recorrió la espalda, sentí un espasmo, rompí a llorar y me dejé caer contra la pared.

La plaza hervía de ruido y alegría, la multitud cenaba y bebía, pero yo, desconsolado, sentía correr las lágrimas por las mejillas. Fue entonces cuando ella apartó las manos de su cara y las acercó a la mía. Sus manos eran tan suaves como uno imagina que serían las alas de una mariposa, la miré y sus ojos verdes eran como la luz en el aire que uno espera encontrar cuando se ha perdido en la niebla, en medio del océano de su propia existencia.

Cuando me lamió las lágrimas sentí el sabor salado en la lengua, como si su mente hubiera entrado en la mía, sentí el olor a tabaco de su aliento, el café cargado en las profundidades de su paladar. Alcé las manos para sujetar su cara como ella hacía con la mía, y de pronto me di cuenta de que estábamos solos, que no había nadie a nuestro alrededor. Entonces lo comprendí todo, las luces de sus ojos se desvanecieron entre las estrellas, y no supe si era un marino perdido en los confines del océano o un viajero estelar al que se le ha acabado el aire y muere asfixiado y solo ante la inmensidad del cosmos.

Desperté en una cama del hospital del Mar, donde me dijeron que había sufrido un coma etílico y que una chica morena y delgada que no quiso dar su nombre me había acompañado cuando aún podía caminar. Antes de despertar, me había hartado de llorar y habían tenido que atarme para que no me hiciera daño, pues no dejaba de mojarme los dedos con las lágrimas y metérmelos en la garganta. Una enfermera me confesó que la misma chica que me había traído debía de quererme mucho, pues la había sorprendido besándome con fruición en la cara, pero de eso hacía unas horas, y ni siquiera sabía cómo se llamaba.