Vals de aniversario

La sombra liberada

 

Me consideré escritor a los catorce años, y a escribir dedicaba todas las horas libres de que disponía. Viví una adolescencia lastimosa. Desperdiciada entre prosas lúgubres, misivas amorosas sin destinatario, cuentos góticos y renuncias sin fin. Publiqué algunos textos en una revista ciclostilada del Instituto San José de Calasanz. Gané el segundo premio en la parroquia del barrio y un accésit en los Juegos Florales de Andorra. A los diecisiete, por consiguiente, era un escritor laureado y pensé que sería el nuevo Arthur Rimbaud. El Rimbaud de Una temporada en el infierno, por supuesto: la obra en verso de Rimbaud la aborrezco, como la de todos los poetas. Odio a los poetas.

Hagamos una elipsis. Situémonos ahora, de repente, en los cincuenta años del hombre que se consideró escritor a los catorce. A esta edad había publicado un par de novelas juveniles y algunos cuentos en una publicación quincenal para niños. Pensaba poco en Rimbaud. Pero a veces en Saramago, quien publicó su primera novela tras la jubilación.

A los cincuenta me despedí para siempre de Rimbaud. Acepté que lo mío era lo oscuro. Es decir, lo invisible. Me conformaba con ser un émulo discreto, suburbial, provecto y tardío de Lovecraft. Una tarde, en la Cafetería Selecta del centro de Barcelona, un poeta fracasado me habló del editor de La Charca, un tal Nicanor. Me contó que había publicado en su editorial. Me morí de envidia y de celos. ¡Un poeta que publica! —me dije—. ¡Eso es intolerable! Le pedí las señas de la editorial. Y una tarde, a principios de febrero, me presenté en la dirección que me indicó el maldito poeta. Llevaba, doblado bajo el sobaco, mi mejor cuento: El hundimiento del Miskatonic[1].

La sede de La Charca está en un callejón, en el sentido taurino. Un rincón lúgubre, en un barrio extramuros. La puerta es estrecha, bajita, con un cristal traslúcido. Cualquiera la hubiese confundido con la portería de un edificio condenado. Transcurrí por un pasillo estrecho entre paredes rojizas. Colgaba una bombilla amarilla y mortecina cada cinco metros, insectos de abdomen reluciente. Luego, unas escaleras temblorosas. Por fin di con la puerta que daba acceso a un lupanar extinto. Solo polvo mansamente dormido tras décadas de abandono. Había restos de su esplendor antiguo: estatuillas de escayola, de Apolo y de Venus, una Atenea Niké, vestigios de cortinas rojas, de un terciopelo que fue rojo antaño, fotografías de viejas glorias del cine pornográfico, sepia coloreado en rosa. Crucé apresurado y con bochorno aquellas estancias, por donde cucarachas lascivas se regodeaban entre preservativos disecados.

Anduve por un pasillo de espejuelos. Una puerta medio entornada me permitió ver a cuatro jugadores de póker que debieron fallecer durante una timba pretérita, momificados en el gesto de mirar, cariacontecidos, la suerte de sus naipes. Luego, por fin, estaba el letrero pegado a la pared que se desconchaba, desprendiéndose de su cal teñida de verde aceituna como la piel de un leproso. “Ediciones La Charca Literaria”. La puerta, de la madera de un roble que vio nacer a Nerón, chirrió como si fuese de metal oxidado. Crucé el dintel. Un olor a humedades antiguas, a meados de gato adulto y a azufre me ofendió las narices. En una de las paredes intuí la sangre salpicada que formaba un garabato que quiso ser una letra, quizás la letra L.

Pensará usted, querido lector, que un hombre cabal como usted o como yo se hubiese dado media vuelta y habría salido zumbando para la calle. Y tendrá razón. Quizás eso sea lo que debiera haber hecho. Pero no lo hice. Tanta era la envidia que sentía por mi amigo poeta que seguí hacia adelante.

Aquí estoy, sentado ante una mesa de la redacción de La Charca. Hoy se cumplen cinco años de aquel día. Mi cuerpo huele a humedad y a pis de gato. No recuerdo la luz del sol. Soy uno más de los redactores de Nicanor, el inicuo editor de La Charca. Y uno más de los subordinados del misterioso Jefe, que vive tras una espesa y mugrienta cortina de terciopelo, quizás procedente del prostíbulo contiguo o de cualquier circo que liquidó el negocio y malvendió sus enseres. Defiendo la prosa como un género superior a la poesía en cada uno de mis textos y pongo todo mi empeño en esa empresa. Me olvido de la calle y de vivir. Al fin y al cabo… ¿vivir para qué? Aquí comprendí el destino elegido a los catorce. Cada uno escoge su infierno.

A veces Nicanor me da dos palmaditas en el hombro y me suelta:

—Está usted hecho un poema, don Luis.

Y me deja el hombro oliendo a Zotal mezclado con azufre. 

 

[1]https://lacharcaliteraria.com/el-vapor-miskatonic-y-dos-barcos-mas/