Val Lewton en Mirambel

Casa de citas

Pasamos el mes de agosto en un pueblecito del Maestrazgo con pocos habitantes. Allí disfrutamos de una casa grande, heredada de mis suegros, que nos acoge y refresca en verano. Hacemos excursiones, leemos novelas, jugamos a las cartas, vemos películas… Con la caída del sol, salimos a la calle y solemos encontrar compañía. Caminamos, charlamos y nos citamos para, después de cenar, salir a ver las estrellas.

En esa casa tengo una sala que dedico a ver cine, en lo que fue un comedor, hoy en desuso: sesenta metros cuadrados con un sofá de tres plazas, un par de sillones reclinables, un proyector de techo y una pantalla de grandes dimensiones. Cada día, sobre las cinco de la tarde, recupero algún film de mi colección, habitualmente cine policiaco o del oeste, clásicos de los años 40, películas de horror… y me monto una sesión privada. Mi mujer las llama “películas de sombreros”, por la vestimenta de sus protagonistas. En esas películas abundan los tipos que llevan sobrero y gabardina, fuman compulsivamente y miran a su alrededor con desconfianza.

Frente a una película de sombreros no caben matices. Da lo mismo si es en blanco y negro o en color, una comedia, un musical o un drama. Si los protagonistas llevan sombrero, mi mujer no me acompaña; prefiere seguir leyendo, ver la televisión o visitar a alguna amiga. En realidad le molesta el “tono” de esas películas: los argumentos le parecen  rancios, los protagonistas demasiado sofisticados, los ambientes turbios, los desenlaces previsibles. También le da risa el ridículo bigotito que lucen sus galanes.

En este tema, como en tantos otros, echo en falta la presencia de un buen interlocutor, alguien que se interese por lo que me interesa a mí en ese preciso  momento; alguien dispuesto a comentar conmigo las películas y darme la razón si así me place. Ya sé que esa persona no existe. Yo tampoco soy un buen interlocutor para mis amigos. Digo, simplemente, que me gustaría que tal persona existiese. Cuando salta la chispa de la complicidad, el placer estético se multiplica.

Este verano me llevé al pueblo un pack con cinco películas de Val Lewton, productor de serie B de los años 40. Lo suyo fueron los films de intriga y terror, con directores como Jacques Tourneur, Marc Robson y Robert Wise, entonces noveles. Películas en las que aplicó una receta  de su invención: poco dinero y mucha oscuridad. “En la oscuridad, todo cobra vida”, como apunta Kirk Douglas en Cautivos del mal (1952). La oscuridad inquieta y confunde al espectador, lo somete al vaivén de la duda. Y si esa oscuridad se acompaña de unos pasos en la noche, el sonido de la campana de un buque en la niebla o una tosecilla enfermiza tras la puerta, la inquietud aumenta. No es necesario enseñar nada más. El efecto final nace del propio espectador, que imagina más de lo que ve.

“Nuestra fórmula es simple: una historia de amor, tres escenas de horror sugerido y una de verdadera violencia. Fundido en negro y todo acaba en menos de 70 minutos”. Así describía Val Lewton la estructura de sus películas, pensadas para zarandear las emociones del espectador, con muy poco dinero y apenas recursos. En las películas de Val Lewton, la oscuridad y las sombras funcionan como elipsis de lo que seguramente vendrá después: unos ojos velados por la noche, los barrotes de una barandilla proyectados sobre una pared, un visillo movido por la brisa nocturna, la sombra de una persiana sobre el rostro de la protagonista. Sugerir, más que mostrar. Una estrategia narrativa muy económica y de gran efectividad.

Cuando Val Lewton fue contratado por la RKO, la compañía andaba a la greña con Orson Welles, que había gastado demasiados dólares en películas muy caras y sin ningún éxito, como Ciudadano Kane o El cuarto mandamiento. Entonces apareció Val Lewton con su propuesta de bajo coste: un mes de filmación y otro de postproducción, tres o cuatro películas al año, un equipo técnico y artístico fijo, un sueldo personal muy ajustado. O sea, poco dinero y la promesa de una alta rentabilidad. Con su primera película, La mujer pantera (1942), la compañía invirtió 134.000 dólares, pero recaudó más de cuatro millones. A partir de ahí, la RKO le dio carta blanca y Val Lewton supervisó, entre 1942 y 1946, once filmes de éxito, nueve de ellos de horror.

Cinco de esas películas conforman el pack que me llevé a Mirambel, todas ellas “películas de sombreros”; todas ellas necesitadas de un público con el que compartir ideas y opiniones. Lamentablemente no pude organizar un ciclo de cine en los locales del Ayuntamiento. La alcaldesa me advirtió que necesitaba gestionar demasiados permisos, así que decidí proyectarlas en mi casa.

Colgué media docena de carteles en los bares, en la tienda y en la oficina de turismo anunciando que la última semana de agosto ofrecería, cada día, a las cinco de la tarde, una película de Val Lewton. Gratis. Todo para no ver las películas solo y en silencio. En el cartel (una fotocopia ampliada de la carátula del pack), aparecía una mano amenazante y un ojo de pupila crispada prometiendo una intensa sesión de sustos. El ciclo lo componían La mujer pantera (1942), Yo anduve con un zombie (1943), El hombre leopardo (1943), El barco fantasma (1943) y La séptima víctima (1943).

A la primera sesión acudieron la alcaldesa, el cartero y su hijo, con la sana intención de olisquear en mis propósitos. Hice una presentación de La mujer pantera, de Jacques Tourneur, y subrayé la ambigüedad de la película: al final no sabremos si su protagonista es o no un monstruo o una mente enferma. Sin dejarme acabar, alguien intervino desde la oscuridad: “¿cuánto dura?” Y otra voz, al empezar la proyección, preguntó “¿por qué es en blanco y negro?” Por suerte no la pasé subtitulada.

El segundo día me preparé unas frases sobre la extrañeza que provoca la historia de Yo anduve con un zombie, también de Tourneur, pues, al acabar la película, el espectador no sabe si la mujer-zombie está loca o es una muerta viviente, embrujada por un ritual vudú. No vino nadie a verla, pero logré que mi mujer me acompañase hasta el sofá. “Es una película romántica”, le dije, “de un romanticismo sin continuidad. No ha habido otra película como esta”. Aquel día mi mujer no se quejó de los sombreros. Le pasaron desapercibidos porque se durmió al comienzo de la sesión.

El título de El hombre leopardo, quizá por su ambigüedad, llamó la atención del cura del pueblo, que aprovechó la visita para invitarme a su casa para jugar al ajedrez y conversar “de nuestras cosas». Pensé que aquel hombre también andaba buscando un interlocutor, pero le hice saber con discreción que seguramente yo, un completo descreído, no era la persona adecuada para hablar de nada.

El buque fantasma la vi solo y desesperanzado. El ciclo de cine estaba resultando un fracaso. Aun así, la película me sirvió para confirmar mis ideas sobre la relación entre autoritarismo y demencia. Hay que estar bastante loco —como lo está el capitán de la nave— para tratar de imponer nuestros gustos o nuestra manera de ver la vida a las personas que nos rodean.

Finalmente, el último día del ciclo acudió un desconocido que se marchó en cuanto acabó la película. Le hubiera gustado comentarla conmigo, dijo, pero estaba de visita en Mirambel y le esperaban en otra parte. Me felicitó por el ciclo de cine y me sugirió que el film que acabábamos de ver, La séptima víctima, de Marc Robson, era el mejor de la serie. Él lo interpretaba como un film de raíz existencial, centrado en la mujer que pretende escapar de la secta satánica a la que pertenece, en su necesidad de paz interior y su desesperación.

Aquel desconocido hubiera sido un buen interlocutor para mí: le interesaba el tema, entendía de cine, le gustaba hablar, pero tuvo que salir pitando. Añadiré que el desconocido no llevaba sombrero, pero sí una pintoresca gorra a cuadros. La marcha de aquel tipo certificó que no siempre podemos conseguir lo que más falta nos hace.