Cuando lo acusaron de farsante y de estafa a los servicios sociales, él lo admitió, aunque con algunos reparos. Adujo que a causa de su timidez, un día decidió hacerse pasar por incapacitado (o mejor, con perdón, discapacitado), y solicitar los servicios de autoayuda que ofrecía una web erótica, llamada El Jardín de las Delicias, subvencionada por el Ayuntamiento y la Diputación del lugar (no viene a cuento malinterpretar “ayuntar” ni “diputar”).
Reconocía, pues, la falta o el delito del engaño (no era del ramo jurídico y no sabía distinguir entre delito y falta), pero no lo había hecho para aprovecharse de las ventajas económicas de un servicio subvencionado. Le resultaba difícil relacionarse con los demás, y más tratándose de cuestiones íntimas. De ahí que solicitara los servicios de una profesional. Eso es todo: no hubo mala intención siquiera.
Cuando la profesional llamó a la puerta, él la recibió sentado en una silla de ruedas. Se la había prestado un amigo hacía un par de años cuando se rompió una pierna al poner el pie en un socavón de la calle. Los dos amigos, entre una cosa y la otra, dejaron de verse y la silla quedó aparcada en el trastero de su casa. Hasta que tuvo la idea de utilizarla para otros fines, y que le ayudara a superar aquella timidez congénita.
Lo primero que hizo al recibir a la profesional, fue justificarse por haber contactado con El Jardín de las Delicias. Como podía ver ella misma, estaba en inferioridad de condiciones, dominado por una extraña incapacidad, una especie de parálisis parcial de origen desconocido. Esto le imposibilitaba moverse a gusto por la ciudad, como un hombre tranquilo y seguro de sí mismo (en parte era cierto, no era un John Wayne, sino “un inadaptado de nacimiento, como James Dean”, como le decía una prima suya, coqueteando). Por lo tanto, si recorría a tal servicio, era por pura necesidad e imposibilidad física de satisfacerla. De lo contrario, nunca hubiera llamado al Jardín, puesto que, en otro tiempo, es decir, cuando estaba en plenas facultades físicas, no le habían faltado novias estupendas, añadió con firmeza. Ella le respondió que entendía muy bien su situación y que no tenía por qué justificarse. Era una profesional y estaba para eso, para ayudar al discapacitado.
Así comenzó todo, un día y otro, primero una vez a la semana, y luego ya dos, tres… Hasta que un domingo por la mañana, la profesional lo vio por la calle sin la silla de ruedas, la mar de contento, con una copita de más, brincando por la acera. Comunicó el suceso a la empresa, como era su deber, y esta tramitó la pertinente instancia al Ayuntamiento y a la Diputación por engaño y abuso de los servicios prestados por una entidad como El Jardín de las Delicias, servicios especiales sujetos a ley y rigurosamente subvencionados.
Lo condenaron, por estafa a los servicios sociales, por suplantación de identidad física y dolo reiterado (llegaron a hacerle unos 95 servicios), al pago de una multa de 1.500 euros, que serían 3.000, le advirtieron, en caso de reincidencia en el aprovechamiento incívico de dicha prestación social.